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    Bajo la misma estrella
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Bajo la misma estrella

    Morir de amor (o no)

    por Carlos Losilla

    En un par o tres de escenas de esta película, los whatsapps que se escriben los jóvenes protagonistas aparecen inscritos en pantalla. Pero no, no estamos en territorio de Jia Zhang-ke, cuya The World también jugaba de modo parecido con las nuevas formas de comunicación, sino en la tradición del género hollywoodiense, y ese signo de los tiempos es uno más de los elementos que nos dicen que estamos en la segunda década del siglo XXI, no en los años 40 o 50, ni siquiera 70. Por mucho que se base en la exitosa novela de John Green, Bajo la misma estrella, la película no deja de ser una puesta al día de esa herencia. Si en Love Story (1970), Ali McGraw dejaba a Ryan O’Neal solo con sus cavilaciones sentimentales por culpa de una enfermedad terminal, ahora los adolescentes Shailene Woodley y Ansel Elgort se acompañan mutuamente en su lucha contra el cáncer. Estamos más bien en los dominios de Romeo y Julieta o Las desventuras del joven Werther: los amores que no pueden llegar a buen puerto por culpa de un destino inclemente. Pero las imposiciones sociales de la época quedan ahora sustituidas por metástasis varias. En una sociedad cuya juventud más acomodada parece haber alcanzado el mayor grado de libertad posible en el ámbito del comportamiento, solo imponderables como el cáncer galopante pueden desempeñar el papel coercitivo que antes se reservaba a la familia, la clase social o incluso las modas literarias.

    En efecto, Hazel (Woodley) y Augustus (Elgort) tienen padres amantísimos, comprensivos, cómplices. Tampoco el entorno es capaz de fastidiar sus planes. ¿Cómo introducir el melodrama en este contexto? Mejor dicho, ¿cómo proporcionar al público adolescente la dosis de sufrimiento necesaria para que sienta que la suya también puede ser una generación desgraciada, para convertir en mito sus grises existencias? La lucha contra la adversidad siempre ha sido la respuesta, y ahora se trata de hacerlo contra aquello que la ciencia actual aún no ha podido vencer, algo que se convierte en lo desconocido, la magia que ya no existe en ninguna otra parte, por muy negra que sea en este caso. Y frente a la desesperación cósmica de O’Neal en Love Story ahora se estila la autoayuda, el pensamiento positivo, la aceptación de la muerte por muy absurda que sea, la lucha contra el dolor con el ánimo incólume. La madurez y la espontaneidad vital de las nuevas generaciones se traducen en una negación de cualquier tipo de romanticismo que no sea estrictamente pragmático. Ya no estamos para tonterías.

    Josh Boone se ocupa de trasladar todos estos cambios acaecidos en el género del melodrama con habilidad y ligereza. Al principio, Hazel dice que va a contar su historia desde la verdad, no como habitualmente suelen hacerlo este tipo de películas. Y algo de eso hay: por supuesto, no la verdad del dolor físico, de la desesperación, del miedo a la muerte, pero sí una cierta verdad del comportamiento cinematográficamente codificado. Quiero decir que Hazel y Augustus actúan como adolescentes de película, ni más ni menos. Y a partir de ahí se hacen razonablemente simpáticos, sobre todo Elgort, que hubiera sido un caradura perfecto, quizá un improbable cruce entre el joven John Travolta y James Franco, si no fuera por su maldita enfermedad. Pero de eso se trata. La decadencia física es la pesadilla de muchos y muchas adolescentes hoy en día, y Bajo la misma estrella sabe tocar esa fibra adaptándola a la tradición melodramática. Cuando todo parece ir bien, el destino-cáncer lanza su zarpazo. Cuando los sueños parecen cumplirse, todo se desmorona y la imaginación de los jovencitos del siglo XXI se enciende como si leyeran a Goethe.

    En este sentido, Boone (responsable de otra película muy parecida en cuanto a tono: Un invierno en la playa) sabe dosificar risas y lágrimas, escenas de un humor un tanto chusco pero efectivo con irremisibles caídas en el abismo. Sustituyendo a la ciudad italiana en Anónimo veneciano, otro cruce amor-enfermedad de los años 70, aparece aquí Amsterdam, el sueño de oro de Hazel y Augustus no por su condición romántica sino porque allí vive un escritor al que admiran (Willem Dafoe, nada menos, oculto tras unas gafas enormes y una perilla). La única escapada que se permitirán en esa ciudad será a un restaurante carísimo, supuestamente elegante, para beber un poco de champán y comer platos sofisticados vestidos de gala. El sueño del lujo y el boato no abandona a la adolescencia soñadora, pero esa cuchipanda tiene aquí un aire fúnebre, como de despedida, que anuncia la mejor parte de la película: en un momento dado, todo empieza a ir mal, los adioses que iban a ser tranquilos se convierten en tempestuosos, ni siquiera aquello en lo que confiaban les responde. La vida no es bella ni siquiera cuando uno puede echarle la culpa al cáncer, todo es sombrío y oscuro, y la película se hace también triste, melancólica, un tanto nihilista incluso. Por supuesto, eso no dura mucho, y las cosas vuelven a su cauce. Pero el género ha mostrado sus propias debilidades: incluso ahora, en cualquier momento un melodrama puede convertirse en tragedia. Ofrecer esa grieta, esa posibilidad al espectador es lo mejor de una película como esta.

    A favor: que se tome a sí misma como una película, nada más.

    En contra: que muchas veces esa película sea demasiado peliculera.

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