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    El apóstata
    Críticas
    3,5
    Buena
    El apóstata

    Retrato de joven con dudas al fondo

    por Carlos Losilla

    La película anterior de Federico Veiroj, filmada tras su ópera prima Acné, se titulaba La vida útil y transcurría en la Cinemateca de Uruguay. Pero no crean que era una de esas películas ranciamente cinéfilas que tanto gustan a los nostálgicos de las salas de barrio. No, en absouto. Se trata de una pequeña película en blanco y negro, melancólica pero vitalista, que narra el cierre de esa institución pero también el nacimiento al amor de su programador, interpretado por el crítico Jorge Jellinek, de repente una revelación. Es simple y directa, y sin embargo transmite una extraña sensación de plenitud, como si hubiéramos estado viendo una gesta épica o una narración sobre los orígenes. Ahora, con El apóstata, Veiroj sigue por ese camino al intentar dar forma a otro personaje joven, Gonzalo (Álvaro Ogalla), cuyo máximo deseo es apostatar de la religión cristiana en la que ha sido educado. Estamos, pues, ante otro rito de paso, ante otra situación límite que debe resolverse para que el protagonista se libere, pero en esta su segunda película Veiroj adopta un tono más amargo, también más tenso, que da lugar a una ficción dislocada, a mitad de camino entre varios registros, tan errática y confusa como su propio protagonista. ¿Es eso necesariamente malo para la película?

    En cualquier caso, esa es la pregunta a la que debe responder el espectador de El apóstata. No hay que rendirse a lo que es claramente una película imperfecta y desigual, sino preguntarse por qué ocurre eso. En otras palabras, ¿hubiera sido posible, plausible, una película ordenada y bien estructurada sobre un tema y un personaje semejantes? ¿No hubiera resultado demasiado académica? Pues lo que pretende Veiroj con El apóstata no es tanto un relato como un retrato, y por lo tanto no una construcción lineal sino una visión caleidoscópica del personaje, hasta el punto de que a veces la realidad se confunde con el sueño, con el delirio, y sus obsesiones inundan la pantalla hasta el punto de deslocalizar por completo al espectador. Y así no se centra en la apostasía, que se convierte en un elemento más de la confusión de Gonzalo, más propia del momento vital que atraviesa que de su obsesión religiosa, sino en ese tiempo vacío, suspendido, que vive el protagonista.

    En efecto, Gonzalo no es precisamente un joven equilibrado. No acaba de salir adelante con sus estudios y, sentimentalmente, se debate entre una mujer morena que vive en su misma escalera y tiene un hijo al que él da clases particulares (Bárbara Lennie), y otra fémina, esta vez rubia, que podría erigirse en su sueño inalcanzable si no fuera porque se trata de su prima (Marta Larralde). Por lo demás, curas, madres y burócratas se convierten en su universo habitual. ¿Cómo no pensar en Buñuel ante este panorama? ¿Y cómo no ampliar la nómina a Bellocchio y Rohmer, incluso? También las referencias, pues, son astilladas, proceden de aquí y de allá sin demasiado orden ni concierto, y ayudan a conformar una película que salta de una cosa a otra a veces demasiado fuera de control, con menos fuerza que La vida útil pero con una apariencia desvalida conmovedora, como si estuviera dejando todas sus grandes heridas y pequeños defectos al descubierto, para que todos los veamos. En ese punto, El apóstata acomete su técnica retratista con sinceridad desarmante, no le importa gritar después de haber susurrado, ni zambullirse en las escenas más dudosas a pecho descubierto, pues solo le interesa algo muy concreto: dar a ver que el dolor de su personaje (quizá de él mismo y de su generación, como persona y como cineasta) no se puede definir tan fácilmente. Pues bien, El apóstata es la crónica maltrecha de ese intento.

    A favor: la valentía a la hora de no perseguir los caminos más fáciles.

    En contra: que, a veces, ese arrojo tiene un precio que no todo el mundo estará dispuesto a apreciar.

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