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    Green Room
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    Green Room

    El asalto como una de las bellas artes

    por Quim Casas

    Abundan en el cine de terror o el thriller virulento películas reducidas a un solo e inalterable espacio, muy pocos personajes y una trama mínima. En todos ellos, se supone, lo que prima es lograr una atmósfera concreta y un clima de progresiva inquietud. Pocos lo han conseguido plenamente. Asalto a la comisaría del distrito 13 de John Carpenter, y en menor medida el remake dirigido por Jean-François Richet, Asalto al distrito 13, son algunos de los logros absolutos. A la obra maestra de Carpenter se suma ahora Green Room, la nueva película del muy particular director de Blue Ruin (2013), otro ejercicio, al menos en su primera parte, antes del estallido vengativo, de síntesis narrativa. Pero, en la gozosa comparativa, no es solamente la capacidad que tiene Jeremy Saulnier de construir un filme inquietante a partir de una trama despojada de todo adorno y el aprovechamiento de un espacio concreto, aquí una sala de conciertos perdida en los confines de la América profunda y habitada por neo-nazis de distinto pelaje; una comisaría a punto de cerrar y situada por varios gangs urbanos, en la película de Carpenter.

    Además de todo esto, que es perfecto cuando se hace bien, destaca en Green Room la capacidad, no perdida del todo en el género contemporáneo, pero si adormilada, para lograr determinados efectos de angustia, suspense u horror mediante la composición del plano o el movimiento de la cámara antes que con el susto fácil, el golpe de efecto musical o el tajo gore. Es por eso que el trabajo de Saulnier se sitúa, además de al lado del de Carpenter –que ya es mucho si convenimos en que Asalto a la comisaría del distrito 13 es una de las obras maestras del género, de su director y de la remozada serie B de los setenta–, muy próximo a lo que lograban con la cámara cineastas como Victor Halperin, Jacques Tourneur, Terence Fisher o Michael Powell.

    Sin desvelar demasiadas cosas al lector, lo confirman momentos, planos y escenas como el seguimiento final de un perro por bosques y carreteras, la forma de entrar y salir de la habitación que da título al filme –un lugar del que se debe escapar pero al que conviene regresar cuando las cosas se ponen feas: un escenario de ida y vuelta– y la escena con movimiento semicircular en la que un individuo apunta a otro a través de una camioneta: es el movimiento de la cámara lo que crea la tensión, no el gesto o el diálogo. Añadamos elipsis modélicas –el tiempo comprimido en lo que tarda la aguja del giradiscos en recorrer todos los surcos de un vinilo– o la forma de retratar sin estridencia el creciente fascismo en diversas partes de Estados Unidos: la amenaza llega de parte de un grupo de skinheads que se consideran un movimiento antes que un partido, trafican con heroína, organizan conciertos de rock metálico, realizan talleres de defensa racial y adiestran pitbulls para el ataque, mientras que los amenazados y sitiados son un grupo de música punk que no duda en tocar ante la audiencia de extrema derecha el célebre manifiesto de los Dead Kennedys, Nazi Punks Fuck Off. Y aunque no es un filme de terror sobre las ideologías, las ideas políticas están muy bien expresadas en Green Room.

    A favor: la ascesis de su puesta en escena, la creación de un clima inquietante esencialmente a través de la cámara.

    En contra: alguna de las interpretaciones, pero sin resquebrajar el conjunto.

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