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    Una pastelería en Tokio
    Críticas
    3,5
    Buena
    Una pastelería en Tokio

    Confluencias generacionales

    por Carlos Reviriego

    La filmografía de Naomi Kawase es una isla poblada de ideas y emociones autobiográficas. Documentales, ficciones y creaciones en vídeo de carácter muy personal forman parte de un conglomerado que, más que la suma de sus partes, emerge como una magma de enigmas y estallidos de belleza que dialogan constantemente con su biografía particular, especialmente a partir de la naturaleza que la rodea. Sus grandes filmes como Shara (2003) o El bosque del luto (2007) siempre adquieren mayores significados en compañía de otras obras, como Aguas tranquilas (2014), su penúltimo trabajo de ficción.Uno de los últimos planos de Chiri (2012) –el mediometraje que filmó en su intimidad registrando los últimos días de su tía abuela, Uno Kawase, la mujer que la crió al ser abandonada por sus padres– retrataba a un cerezo en flor en la luz del crepúsculo, un podersoso símbolo de la muerte y la renovación en la cultura japonesa, que viene a ocupar el centro del sistema simbólico de su último trabajo de ficción, Una pastelería en Tokyo.

     Es la primera vez que la directora japonesa adapta una novela, pero eso no impide que traslade a su universo personal este relato generacional en torno a tres seres solitarios escrito por Durian Sukewaga. Resulta difícil no ver a Uno Kawase en la vivaz anciana Tokue (Kirin Kiki), afectada por una enfermedad que la ha marginado socialmente toda su vida. También es difícil no reconocer en la joven solitaria Wakana (Kyara Uchida), y su distante relación con su madre, la propia adolescencia de Kawase. Como centro de confluencias está el taciturno Sentaro (Masatoshi Nagase), el gerente de la pastelería en Tokyo que da título (español) al film, un hombre abatido, con un turbio pasado sobre sus espaldas, que encontrará en su relación con Tokue y Wakana –abuela y nieta en la vida real, que no en la ficción–,  la necesidad de conectar con el otro y con el mundo, no en vano uno de los temas fundamentales en la obra de la cineasta de Nara, que también por primera vez rueda en Tokyo.

    El retrato de la ciudad se aleja sin embargo de la imagen urbanita y tecnológica con que generalmente el cine occidental asocia la capital japonesa. Kawase busca el Tokyo rural, en contacto directo con una naturaleza que actúa como espejo y comentario de los sentimientos interiores de los personajes, de manera que el contexto conforma un personaje más del relato. “Creo que todo el mundo tiene una historia que contar –escribe Tokue a Sentaro–. Hasta el sol y el viento. Creo que se pueden escuchar sus historias”. Kawase filma el mundo alrededor como si de hecho escuchara esas historias llamadas a armonizar al hombre con su entorno y, por lo tanto, consigo mismo. La pastelería se ofrece así como el punto de contacto y el microcosmos de cierta realidad social japonesa y las secuelas de su gestión con la memoria histórica.

    Probablemente es Una pastelería en Tokyo el film con mayor intención comercial de cuantos ha realizado Kawase, en el que de algún modo logra trasladar su universo fílmico de contemplación, silencios y códigos simbólicos a un molde reconocible, con su trayecto dramático conclusivo y una estética más neutral, determinado a llegar a un público más amplio. Estas decisiones no impiden en todo caso que el último trabajo de Kawase invoque, más alla de su accesible empidermis, la profundidad y complejidad de sus obras más reconocibles, ofreciendo en definitva una variante más alrededor del epicentros de ausencias y desapariciones del que está hecho su cine.

    Lo mejor: La capacidad de Naomi Kawase para convertir un relato ajeno en un trabajo personal.

    Lo peor: Cierta redundancia y ensimismamiento en el retrato de la naturaleza y el deslizamiento hacia un tono cercano al sentimentalismo.

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