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    Un día perfecto para volar
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    Un día perfecto para volar

    Perdidos en un frondoso bosque

    por Carlos Losilla

    El cine de Marc Recha, uno de los más apasionantes del panorama español, siempre ha gustado de un naturalismo aparente que de súbito se convierte en pura fantasmagoría. ¿Recuerdan Pau y su hermano (2001), donde un tipo cualquiera dejaba la ciudad para encontrarse con los muertos en un entorno rural? ¿Y Las manos vacías (2003), la crónica fronteriza de unos cuantos espectros vivientes que flotaban en ese universo etéreo y evanescente? ¿Y Dies d’agost (2006), en la que dos hermanos recorrían el paisaje catalán a la búsqueda del fantasma de la acción política, de un pasado que pudiera devolverles la esperanza? Las circunstancias y la actitud despreciativa de eso que llaman la “institución cine español” (extensible a la “institución cine catalán, o viceversa) por el tipo de proyectos que persigue Recha han hecho pasar unos cuantos años sin que el cineasta nos haya podido ofrecer un nuevo largo, concretamente desde Pequeño indio (2009), aquel cuento sobre la fascinación casi sobrenatural que sentía un niño por un entorno, por un hombre, por una manera de vivir. Pero ahora Recha, imperturbable, toma su discurso allá donde lo dejó y regresa incluso a un actor de aquella película, Sergi López, para situarlo en el centro de su nueva, particular intriga: otra vez, en Un día perfecto para volar, se trata de un chaval y un adulto, de la fantasía infantil enfrentada a la realidad inmisericorde, pero también del aprendizaje y la aceptación de la vida como un cúmulo de experiencias siempre incomprensibles y misteriosas, pero por ello también fascinantes.

    Supongo que Recha pensó que nada mejor que el formato del cuento infantil para formalizar su propuesta. Y de ahí que esta vez se trate de un niño que quiere hacer volar su cometa y de un amigo suyo llamado Sergi que, a pesar de ser un hombre hecho y derecho, sabe explicarle los mejores cuentos del mundo, acompañarlo en sus paseos por el bosque y enseñarle todo lo que hay que saber acerca de la vida en la naturaleza. Pero ¿quién es ese hombre? ¿Qué tiene que ver con él y con su padre, que aparece en la segunda parte de la película, cuando el otro ya se ha ido? ¿Y a dónde se ha ido Sergi? Si Días de agosto parecía un western y Pau y su hermano una película de terror, no es extraño que Un día perfecto para volar transite desde la fábula para niños a la película de misterio. Salvando las distancias argumentales, el tono está cerca de ficciones anteriores como El otro (Robert Mulligan, 1972) o incluso Suspense (Jack Clayton, 1961), también películas sobre la infancia y sus fantasmas. Y la labor del espectador consiste aquí en desentrañar qué está sucediendo, por lo menos a partir de cierto momento, y por mucho que finalmente importe más la travesía mental del chico que la morfología exacta de los sucesos externos.

    Pues se trata precisamente de eso. No es extraño que Sergi sea Sergi López, ni que el niño esté interpretado por el hijo del director, Roc Recha, ni tampoco que el padre sea el propio cineasta. Hay entre los tres una complicidad que aboca la película hacia una mirada documental sobre su relación, tan ambigua, por otra parte, como la que se dirige a los paisajes y las montañas circundantes. Todo es a la vez verdad y mentira, como sabemos que son los cuentos de pequeños. Y el ritmo calculado, calmo pero exacto, que presenta la película, puede que propicie de vez en cuando alguna que otra sima depresiva en el relato (pienso en el fragmento en que Sergi López desgrana, quizá con excesiva prolijidad, el cuento del gigante), pero todo ello queda subsumido en un tiempo sin tiempo, una suspensión de todas las cosas en la que solo importan el lenguaje y el gesto, caminar y descansar, hasta que de repente la mirada de Roc Recha transforma el mundo y todo se transforma, un bello día de juegos en una experiencia sombría y lúgubre: el momento en que la desaparición y la muerte, ese no-estar de los cuerpos y las cosas, tan inquietante incluso para nosotros los adultos, se instala en la mente de un niño para no abandonarla jamás.

    Si Un día perfecto para volar pretendía, entre otras muchas cosas, cazar al vuelo ese instante, el que va de la luz hacia la sombra, y aludir a esa transición sin explicarla del todo, quizá porque no tiene explicación, entonces la película transmite una emoción genuina, consigue con escasos elementos un clima denso y sugestivo. Y si solamente quería filmar a tres personas y unos cuantos paisajes con tacto y sensibilidad, como muy pocas veces se ve en el cine español, sobre todo si en el grupo se incluye un niño, no hay duda de que la experiencia resultará igualmente cercana y delicada para el espectador. Sea como fuere, desde que la vi, no puedo pensar en esta película sin recordar aquella frase-fetiche de Moonfleet (1955), la obra maestra de Fritz Lang, otro relato sobre las relaciones entre un niño y el mundo adulto, aquel momento en que el muchacho se dirigía al granuja Stewart Granger y le decía: “El ejercicio ha sido provechoso, señor”.

    A favor: El modo, dotado de una insondable poesía, en que se deja ir entre la realidad y la ficción, entre el documental y la narración, sin abrazar nunca plenamente nada de eso.

    En contra: Quizá, a pesar de sus tempos tan particulares, la parte que gira alrededor del cuento que explica Sergi López sea demasiado laboriosa y, por ello, no respire tanto ese tono enigmático que inunda el resto del film.

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