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    Felices sueños
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    Felices sueños

    El fantasma materno

    por Quim Casas

    Estandarte, junto a Bernardo Bertolucci, Pier Paolo Pasolini y Valerio Zurlini, de la nueva cinematografía italiana que, a principios de los años sesenta, combinó el declarado cine de autor con el de denuncia política, el film de género (no se olvide que Bertolucci y Dario Argento contribuyeron al argumento del mejor western de Sergio Leone, Hasta que llegó su hora) con la resaca del neorrealismo, Marco Bellocchio es el único de aquella generación fecunda pero fracturada que sigue en activo y con un ritmo de trabajo sin duda envidiable, a razón de una película cada dos años de media, lo que, visto el panorama del cine italiano, es realmente mucho.

    Su última propuesta, Felices sueños, juega muy bien con cuatro o cinco épocas temporales para narrar la vida de un hombre traumatizado desde niño por la muerte prematura de su madre. La madre es real, la vemos en carne y hueso, bailando canciones italianas con su hijo o con la mirada ausente, refugiada en su mundo, prolegómeno de su ruptura con la vida, algo que el protagonista no llegará a entender hasta los compases finales del relato.

    Pero Felices sueños es también una historia de fantasmas y espectros. La madre sigue viva en la conciencia del personaje central, y las ficciones fantasmáticas que los unieron tantos años atrás desempeñan un papel primordial en este relato entre la abstracción onírica y el realismo más lacerante. El pequeño Massimo veía y sufría con su madre las entregas semanales de la serie Belphégor, o las andanzas televisivas con buen regusto de serial clásico en pos del fantasma del Louvre, un producto catódico que galvanizó el interés de toda Francia a mediados de los sesenta y que ejerce una influencia casi absolutista en el niño protagonista.

    De mayor, cuando busca a su amante en medio de una fiesta de música electrónica, las imágenes de otro relato de hipnosis fantasmal, el Nosferatu de Murnau, se proyectan en una gran pantalla aunque la gente baila y no presta atención al mórbido vampiro encarnado por Max Schreck. Los tiempos han cambiado y las fascinaciones son otras. En medio de estas referencias que no son para nada cinéfilas en el sentido estricto de la palabra, sino que, en el caso de Belphégor, sirven para entender mejor al personaje, se cuela también a través de un televisor la célebre secuencia de la piscina de La mujer pantera, un filme de terror sugerido y perturbador hecho de sonidos y sombras ominosas, de aquello que no se ve pero nos inquieta y atemoriza.

    Así es la existencia de Massimo, un ritual de temores y miedos que no se superan nunca del todo, una invocación de fantasmas desde que su madre decidiera, quizás a su pesar, dejarle solo en el mundo. Otros aspectos de la historia del último medio siglo, italiano e internacional (el calcio, las ideologías, la diferencia de clases, el conflicto en los Balcanes, el poder de la prensa) desfilan por la película dotando de entidad a su frágil y disperso protagonista, otro más, en cuanto a la filmografía de Bellocchio, que lucha a su manera, entre la melancolía y la rabia, contra los poderes fácticos (familiar, religioso, político, militar: recuérdese Las manos en los bolsillos, En el nombre del padre, Marcha triunfal o Salto al vacío), el gran tema central de este cineasta posiblemente poco innovador, pero sin duda irrepetible.

    A favor: la buena construcción en tiempos distintos y la utilización de algunos míticos del imaginario fantástico.

    En contra: la interpretación del niño que encarna a Massimo en la infancia.

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