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    Paradise Hills
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Paradise Hills

    Domesticaciones

    por Carlos Losilla

    El primer largometraje de Alice Waddington podría inscribirse, junto con películas como Nosotros o Noche de bodas, en una serie de productos, fabricados en el lado más 'mainstream' del género fantástico, que parecen deseosos de intervenir en el nuevo debate sociopolítico. En las tres, los ricos ocupan el lado visible de la vida diaria mientras que los pobres permanecen en los márgenes hasta que se rebelan. En las tres, igualmente, el terror procede de ese enfrentamiento, como si la sensación de amenaza solo pudiera salir a la superficie cuando el orden social se resquebraja. Y en las tres, en fin, el conflicto resulta tan evidente que acaba desactivándose a sí mismo, convirtiendo la inquietud en certeza y, por lo tanto, contemplando la rebelión, o la revolución, o incluso la lucha de clases, como si el mundo se pareciera aún a las novelas de Dickens y pudiera interpretarse según un cándido maniqueísmo. Habría que ver de qué modo una película como Joker puede inscribirse también en estas directrices, pero de momento deberemos conformarnos con contemplar Paradise Hills como el resumen perfecto de la tendencia en cuestión: una película ostentosa que finge luchar contra la ostentación, un artefacto de acabado perfecto que pretende poner en duda la perfección como norma.

    En efecto, Paradise Hills es una especie de clínica de desintoxicación que más bien se dedica a domesticar a las señoritas de buena familia que han optado por el mal camino, es decir, que quieren ser ellas mismas y llevar una vida sin ataduras. Sin embargo, no esperen aquí realismo alguno. El vestuario remite a los cuentos de hadas, mientras que el diseño de producción bebe del kitsch como estilo y como inspiración. Y la trama se irá inclinando poco a poco por una intriga propia del cine de terror, a medio camino entre La isla del doctor Moreau y La invasión de los ladrones de cuerpos, que tiene toda la pinta de deber mucho al coguionista Nacho Vigalondo. El gran problema de la película tiene que ver precisamente con esto. Mientras quiere ser una gran metáfora de la homogeneización contemporánea, de la manera en que se unifican y difunden modelos de comportamiento socialmente aceptados y sancionados de los que nadie puede apartarse, ella misma se autorreprime cada vez que empieza a mostrar una cierta personalidad, un cierto estilo. La relación entre las tres chicas que se conocen en ese lugar, por ejemplo, empieza casi como una “comedia gamberra” pero pronto desemboca en algo mucho más convencional. Determinados apuntes lésbicos derivados de ello, a la vez, ni siquiera generan esa ambigüedad ya instalada en el género desde hace décadas. Paradise Hills se alza en contra de la domesticación subyacente al orden social en el que nos movemos para terminar transformándose ella misma en una película domesticada, sin demasiada personalidad.

    No es extraño, en este sentido, que se trate de una de esas películas españolas, rodadas en inglés y con actores y actrices angloparlantes, que pretenden convertirse en objeto de consumo abierto a cualquier tipo de mercado. Ese es también, por lo general, un modelo de cine domesticado, que suele aspirar a una puesta en escena estandarizada para llegar al mayor número de espectadores posible, algo que muy pocas veces se logra. Y por ello es aún más doloroso que aquellos rasgos de esta película que apuntan hacia un estilo personal y libre –la parte final, que utiliza la tradición del género para generar un clima inquietante y angustioso, o algunos indicios de esa bonita historia sobre la amistad femenina y el aprendizaje de la vida que hubiera podido ser— se queden simplemente en un esbozo original y quizá prometedor, un entretenimiento bizarro y a veces desconcertante que termina --¡ay!— defraudando.

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