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    Bella durmiente
    Críticas
    3,5
    Buena
    Bella durmiente

    La jungla encantada

    por Gerard Casau

    Pertenezco a una generación que llegó tarde a Adolfo (o Adolpho, o Ado, o A.) Arrietta. Ni los libros que leímos en la escuela (de cine, se entiende), ni nuestros mayores nos enseñaron su(s) nombre(s) junto a los de otros excéntricos esenciales -de Almodóvar a Zulueta- que vertebraban la historia oficial del cine español. Tampoco los festivales ni las filmotecas hacían caso a la obra que el director, nacido en Madrid en 1942, había amasado entre mediados de los sesenta y finales de la pasada década, a caballo entre España y Francia. Hasta que, poco a poco, nos empezó a llegar el “tam-tam” que anunciaba la grandeza de su arte: primero, como una figura invocada con admiración por otros cineastas, como Serge Bozon. Luego, por fin, con una caja de DVDs editada por Intermedio, que ponía orden y visibilidad a su filmografía. Y ahora, de manera totalmente inesperada, con una nueva y flamante película, Bella durmiente, que supone su primer largometraje desde la ya lejana Flammes, de 1978.

    Probablemente, Bella durmiente será recibida con mayor jolgorio por el núcleo de seguidores fieles de su autor, pero eso no significa en absoluto que solo pueda disfrutarse entre connoiseurs. De hecho, una de las principales características de la película (de toda la producción de Arrietta, en realidad) es lo poco resabiada que resulta: nos hallamos ante una adaptación del clásico cuento de hadas de “La bella durmiente”, desenrollando nuevamente la historia de la princesa hechizada por un hada maliciosa con sinceridad y sin vocación iconoclasta.

    Lo anterior no significa que Bella durmiente sea un film académico, más bien al contrario. Lo que ocurre es que sus (puntuales) requiebros irónicos resultan tan limpios como los de, por ejemplo, Aki Kaurismäki -“si un monarca duerme la mayor parte del tiempo, el país no notará la diferencia”-, y su excentricidad no obedece a ningún plan maestro de la postmodernidad, sino simplemente al gusto y a las intransferibles afinidades de Arrietta. Su versión transcurre en el contemporáneo y ficticio reino de Litonia, cuyo diletante y joven príncipe Egon se dedica exclusivamente a tocar la batería, hasta que su tutor y una hada arqueóloga de la UNESCO le ayudan a hallar su auténtico propósito vital: debe viajar al olvidado reino de Kent y despertar con un beso a su princesa, que lleva durmiendo un siglo, junto a su padres y el resto de la corte.

    En la fantasía arriettiana, el viaje a Kent no supone la inmersión en un bosque frondoso, sino un periplo a través de una jungla húmeda (ambiente que las limitaciones de producción fuerza a evocar de manera más acústica que visual). Y cuando el príncipe Egon llega a su destino, lo primero que hace es sacar su iPhone (un anacronismo despreocupado, pues la acción transcurre supuestamente en el año 2000) y hacer fotos de las estatuas somnolientas en que se han convertido sus habitantes, mientras deambula por un escenario silencioso, tocado por una luz feérica, que remite sutilmente a la coloración de una fotografía primitiva. No hay grandes obstáculos, ni movimientos espectaculares, tan solo un sentido de la narración dulce y calmado, que disfruta contemplando el polvo de lo estático pero no se priva de incluir climáticos momentos de baile (¡e incluso una conga!), filmados con delectación pero sin aspavientos.

    Para este retorno triunfal a la pantalla, el autor de La imitación del ángel ha contado con la inestimable ayuda del director de fotografía Thomas Favel, así como de un reparto que se presta con complicidad al arte recitativo, y en el que figuran Serge Bozon (que ha pasado de admirador a colaborador activo), Agathe Bonitzer, Ingrid Caven (a quien, tanto por su condición de villana como de diva, se le permite estar un par de tonos por encima del resto del elenco), y un Mathieu Amalric que dedicó el curso de 2016 a ejercer el noble arte del actor secundario bajo las órdenes de Kiyoshi Kurosawa, Eugène Green, Paul Vecchiali o, claro está, Ado Arrietta.

    A favor: la mágica luz lograda por la fotografía Thomas Favel.

    En contra: el protagonista Niels Schneider está claramente por debajo de sus compañeros de reparto.

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