Han pasado años y American Psycho sigue siendo un viaje incómodo y fascinante al corazón podrido de una época. Adaptar la novela de Bret Easton Ellis era casi imposible sin perder parte de su delirio y su profundidad, pero Mary Harron consiguió captar la esencia: ese vacío absoluto detrás del éxito, el lujo y la perfección superficial.
Christian Bale está sencillamente brillante. Su Patrick Bateman es tan elegante como grotesco, un monstruo que se esconde tras un traje de diseñador y una sonrisa de anuncio. No hay nada exagerado en su interpretación: cada gesto, cada mirada al espejo, cada palabra que pronuncia, revela una obsesión por la imagen que roza lo demencial. Bale no actúa, encarna la locura pulida del capitalismo ochentero.
Lo que más sorprende es su tono: una mezcla de comedia negra, horror y sátira que desconcierta y fascina al mismo tiempo. Hay escenas que te hacen reír justo antes de incomodarte, y eso es exactamente lo que busca la película: mostrar lo absurdo de un mundo donde matar o cerrar un trato parecen gestos equivalentes.
La dirección de Harron es elegante y fría, casi quirúrgica, como el propio Bateman. No se recrea en la violencia; la sugiere, la deja fuera de plano, porque el verdadero horror está en la indiferencia. La fotografía, los colores pulidos, la música ochentera… todo parece un escaparate vacío.
Puede que el libro sea más brutal y profundo, pero la película tiene algo único: convierte la banalidad del mal en espectáculo, sin glorificarla. Es incómoda, irónica y necesaria, una crítica tan válida hoy como en el 2000.
En definitiva, una sátira afilada sobre el narcisismo, la identidad y el capitalismo. Quizás no sea perfecta, pero sigue cortando con la misma fuerza que el cuchillo de Patrick Bateman.