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    Letters to Paul Morrissey
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    Letters to Paul Morrissey

    El otro mundo

    por Carlos Losilla

    En 1966, un joven cineasta norteamericano de 28 años llamado Paul Morrissey acabó codirigiendo Chelsea Girls con Andy Warhol y el resultado fue una película mítica, un hito del cine moderno que todavía no ha alcanzado la consideración crítica que merece. Entre 1968 y 1972, Morrissey abordó una trilogía que también revolucionó el panorama fílmico de la época: Flesh (1968), Trash (1970) y Heat (1972) aún se consideran hoy las mejores películas de su director. La carrera posterior de Morrissey, que se alarga hasta 2010, nunca volvió a alcanzar el nivel de estas cuatro obras maestras, por mucho que Carne para Frankenstein (1973) y Sangre para Drácula (1974) alcanzaran una cierta notoriedad en su momento. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el hecho de que un joven cineasta catalán llamado Armand Rovira decida adoptar a Morrissey como excusa para armar su primer largometraje, un extrañísimo artefacto a medio camino entre el cine de terror y el experimento de vanguardia, entre la recopilación de relatos de terror y el homenaje a la herencia expresionista? Pues no lo sé, la verdad, pero lo cierto es que estamos ante una de las películas españolas más sugerentes del año, no por irregular y desigual menos atractiva y fascinante.

    Cinco personajes que no tienen nada que ver entre sí deciden escribir sendas cartas a Morrissey, todas ellas hermanadas por un deseo común: explicar al maestro sus vidas anómalas, confesarle esa disfunción que les impide llevar una vida normal. En la primera, un tal Udo Strauss –bautizado así en homenaje a Udo Kier, uno de los actores preferidos de Morrissey— termina visitando el Valle de los Caídos en busca de paz espiritual y se topa con el demonio en forma de hermosa mujer. En la segunda, el mismísimo Joe D’Alessandro –el protagonista de la trilogía morrisseyana— decide hablar a su director favorito del tormento y los placeres de la adicción. En la tercera, una actriz en decadencia llamada Oleana Wood le explica el momento en que decide paliar su soledad alquilando un hombre artificial. En la cuarta, Saida Benzal –que también dirige el episodio— le confiesa su condición vampírica mediante oscuras metáforas. Y en la quinta, Hiroko Tanaka le cuenta su enfermedad, que le impide cualquier tipo de relación con los demás, y la manera en que otra muchacha podría ayudarle a superarla. Los cinco capítulos no tienen nada que ver entre sí y, sin embargo, hablan de lo mismo: a pesar de que el segundo y el cuarto son mucho más cortos, todos ponen en escena un universo torturado, filmado en un sombrío blanco y negro, que oscila entre la realidad y el sueño, el pasado del mundo y su presente tecnológico, el cine tal como fue y tal como puede que sea.

    Rovira utiliza una cámara de 16 mm para ir más allá de lo visible, para introducirnos en un mundo que intenta constantemente abandonar todo naturalismo para construir un estilo onírico. Y es esa materialidad de los sueños la que hierve en cada imagen, pero también la que permite que la película exponga finalmente su tesis con absoluta claridad. Más o menos a la mitad del metraje, un fragmento de El crepúsculo de los dioses, el clásico de Billy Wilder, ocupa en bucle la pantalla de un televisor, repitiéndose a sí mismo hasta la saciedad, como si Letters to Paul Morrissey solo pudiera partir del propio cine para desplegar su propuesta, como si el cine estuviera en el centro de todo. En efecto, Udo Strauss traspasa la frontera de su cuerpo y se entrega a una experiencia ultraterrena. La droga, para Joe D’Alessandro, es una manera de vivir más allá del cuerpo, en una realidad alterada. Oleana Wood intentará superar sus frustraciones entregándose a un amor imposible, en la frontera entre la carne y la máquina. Saida Benzal intentará constantemente salir del plano, traspasar las fronteras de la imagen, en lo que constituye el episodio más breve, enigmático y sugerente del film. Y, en fin, Hiroko Tanaka deberá poner en escena a su objeto de deseo, en una situación entre la hipnosis y la catalepsia, para poder seguir viviendo. Entre todos estos personajes, Letters to Paul Morrissey se erige así en un peculiar homenaje al arte de las imágenes en movimiento, un viaje lisérgico que nos lleva al otro lado de lo real para dejarnos claro que allá habita el placer de la evasión, sí, pero también el tormento de la duda, ese gran interrogante que nunca nos dejará claro si habitamos del lado de la vida o del cine.

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