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    2001: Una odisea del espacio
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    2001: Una odisea del espacio

    Kubrick en la encrucijada

    por Carlos Losilla

    Stanley Kubrick sigue siendo polémico en ese extraño universo que llamamos “cinefilia”. Para unos se trata del mejor director de todos los tiempos, un genio total y absoluto, un malicioso renovador de los géneros clásicos, una figura romántica detallista y obsesiva hasta el delirio, el gran independiente que acabó huyendo de la pesadilla americana y estableciéndose en Inglaterra, donde se encerró en una gran mansión aislada del mundo para dar a luz algunas de las películas más lúcidas y pesimistas de todos los tiempos. Para otros estamos ante uno de los mayores fraudes artísticos de las últimas décadas, un técnico sin alma, un realizador sensacionalista y más bien pedestre que sustituía su falta de ideas con grandes despliegues de todo aquello que sirve para ocultar las propias carencias en una película: una fotografía siempre cuidada, una escenografía controlada al límite, un guión milimétrico, grandes intérpretes y más o menos un gran tema por película, por supuesto dilapidado por su megalomanía personal. Las cosas, sin embargo, nunca son lo que parecen, y por lo tanto el responsable de Eyes Wide Shut (1999) quizá no responda exactamente a ninguno de esos dos arquetipos: Kubrick puede que sea un cineasta sombrío y siniestro, su universo –a medio camino entre Kafka y Borges—puede que resulte un tanto grotesco a veces, pero lo cierto es que, visto hoy, todo ello lo convierte en uno de los grandes moralistas del siglo XX, un feroz fustigador no solo del poder y sus instituciones, sino de la propia raza humana.

    Quizá por eso una de sus películas más representativas siga siendo 2001: una odisea del espacio (1968), el tour de force que inició su leyenda. En efecto, hasta entonces quizá había realizado grandes films, como Atraco perfecto  o Lolita, pero nunca un track con la calculada repercusión que tuvo 2001 y que le permitió seguir por ese camino con films cada más elefantiásicos y ambiciosos, desde La naranja mecánica (1971) hasta El resplandor (1980) pasando por Barry Lyndon (1975). En cualquier caso, 2001 sentó las bases: inspirándose en la novela de Arthur C. Clark, el bueno de Kubrick no solo quiso dejar claro por qué caminos transitaría el cine de ciencia-ficción a partir de entonces, sino también urdir una fábula cósmica sobre el destino del ser humano, una obra total que respondiera a las grandes preguntas de adónde vamos y de dónde venimos, una sinfonía en imágenes que nos llevara del pasado más remoto a un futuro aún desconocido. Y, por si fuera poco, todo ello empaquetado con el discurso que detallaría su obra posterior: hemos llegado a un punto en el que solo nos puede salvar una gran transformación, un renacimiento absoluto, como muy bien retrata metafóricamente esta película.

    Hoy en día, sin embargo, lo que queda de 2001 no es tanto su discurso filosófico, un tanto simple aunque también rebuscado, y mucho menos las interminables discusiones sobre sus posibles significados (que si el monolito, que si el feto, que si el viaje a través de las estrellas, que si Hal 9000…), como una película de colores y sensaciones, un objeto muy pop que puede verse a la vez como una fantasía onírica, como el sueño de una humanidad atrapada (no olvidemos la fecha de producción, cuando las esperanzas de los años 60 se venían abajo) o como el resultado de una velada alucinógena que termina en un delirio absoluto, con ordenadores que hablan, astronautas que se pasean por el techo de la nave, simios aterradores por su casi humanidad y habitaciones dieciochescas encerradas en naves espaciales, aparte de alguna que otra escena basada únicamente en la abstracción geométrica y cromática, como es el caso del viaje sideral. En el fondo, 2001 tiene más que ver con el cine británico de la época de lo que parece --diríase la culminación del cine de Richard Lester, del Tom Jones (1963) de Tony Richardson o del If… (1967) de Lindsay Anderson— y su agresivo sentido del humor aún tiene mucho que decirnos. De hecho, como apuntaba, no es extraño que el propio Kubrick siga por esa deriva sardónica y descreída, pero también lúdica y experimental, con la sátira burlesca de La naranja mecánica, ese gran guiñol caricaturesco que es El resplandor, la parodia de la gran novela de aprendizaje contenida en Barry Lyndon, la versión distanciada y antiépica sobre los films acerca de la guerra de Vietnam que supone La chaqueta metálica o incluso la reconversión del mito romántico centroeuropeo en Eyes Wide Shut, a la vez en un docudrama sobre Tom Cruise y Nicole Kidman y una versión bufa del modelo cultural del “descenso a los infiernos”. Sea como fuere, quizá Kubrick acabe siendo más recordado como el nihilista sardónico que procede de Lolita o Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú? que como el humanista que predijo el fin de los tiempos. Y 2001 es la encrucijada en la que se dirime esa apasionante dualidad.

    A favor: lo que aún podemos descubrir de ella si nos quitamos las anteojeras.

    En contra: su propia leyenda.

     

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