Matt Damon interpreta aquí a un hombre rudo, de pocas palabras, que parece vivir a contracorriente del mundo que le rodea. Se embarca en un viaje hasta Francia para ayudar a su hija, implicada en un complicado proceso judicial. Podría haber sido otro personaje plano, pero Damon le da peso, detalles y una contención que lo hacen muy real.
La película arranca como si fuera un thriller clásico, con un toque casi detectivesco, pero enseguida cambia el rumbo. Lo que parecía una investigación termina convirtiéndose en un drama más íntimo, centrado en las relaciones humanas y los silencios compartidos. Ese giro funciona a ratos, aunque también puede descolocar, porque el tono va dando bandazos y no siempre encaja todo con naturalidad.
El guion lanza temas potentes: la culpa, las barreras culturales, la necesidad de redención, y cómo los lazos familiares a veces se tensan hasta el límite. El problema es que no siempre sabe manejar bien todo eso. Hay tramos que se alargan más de la cuenta y otros que se resuelven sin el desarrollo emocional que se espera.
Aun así, hay momentos muy logrados, sobre todo cuando la historia se detiene en lo cotidiano. En esos fragmentos más pequeños —una conversación, una mirada, un gesto— es donde la película respira y convence. Camille Cottin brilla con sencillez, aportando naturalidad y ternura en su papel, y su relación con Damon da lugar a algunas de las escenas más sinceras de la historia.
A medida que avanza, la película se aleja del thriller para volverse algo más personal. Quiere hablar de segundas oportunidades, de intentar entender al otro incluso cuando parece imposible. No todo funciona, pero hay una honestidad de fondo que se agradece. No será perfecta, pero sí deja poso.