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    Hiena: El infierno del crimen
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Hiena: El infierno del crimen

    Teniente corrupto y caballero

    por Daniel de Partearroyo

    Se comprende de inmediato que Hiena: El infierno del crimen, el segundo largometraje del británico Gerard Johnson, cuente con la bendición de Nicolas Winding Refn. El director de Drive y Solo Dios perdona puede estar satisfecho de la certera influencia que ha ejercido sobre las manifestaciones más sofisticadas del thriller europeo actual –pensemos en la también londinense Redención (Steven Knight, 2013)–, hasta tal punto que cuando proclama (promocionalmente) que el futuro del género reside en películas como Hiena casi podría estar hablando de sus propios filmes. Es a ellos, principalmente a la trilogía Pusher (1996, 2004, 2005), y a precedentes legendarios como Ladrón (Michael Mann, 1981), a los referentes estéticos, narrativos y morales a los que remite Johnson con su historia de poli malo enfrentado a lo más sucio de la escena criminal londinense, más que, por ejemplo, a cualquiera de las versiones de Teniente corrupto.

    El detective poco ortodoxo a quien interpreta el camaleoníco Peter Ferdinando –protagonista del primer largo de Johnson, Tony (2009), y su homónimo corto anterior en la piel de un asesino psicópata– tiene poco que hacer en términos de desfase, nihilismo vital y drogodependencia orgiástica con cualquiera de los tenientes corruptos, ya sea el original encarnado por Harvey Keitel o el de Nicolas Cage. A cambio, Ferdinando y Johnson dotan a su trastornado protagonista de una inusual humanidad enternecedora cuando él, tipo duro que se dedica a la doble función de detener narcotraficantes y a la vez quedarse con suculentos porcentajes de su actividad ya sea mediante acuerdos previos o redadas salvajes con su grupo de colegas dentro del cuerpo de policía –entre quienes se encuentra el siempre perturbador Neil Maskell–, también es incapaz de no sentir pánico genuino al ver cómo unos matones albanos descuartizan a machetazos al traficante turco del que era socio. Los policías brutos también lloran y tiemblan de miedo.

    Aunque la sensación de repetición y repaso de una línea argumental genérica se va haciendo más habitual a medida que avanza el metraje –ahí están la inevitable entrada en juego del departamento de asuntos propios, la víctima de trata de blancas que reblandece el corazón del (anti)héroe, el enemigo del pasado que reaparece o la escalada de corrupción policial hasta los más altos niveles–, no se le puede reprochar a Hiena ni una pizca de cobardía a la hora de adentrarse en los rincones más oscuros de la degradación humana. Una espeluznante secuencia de violación en plano medio y varios baños de sangre explícitos después, es posible acabar del paseo por el abismo tan exhaustos como el protagonista, sin realmente saber cuál es la mejor forma de encarar un enfrentamiento final del que es tan improbable salir con vida que hasta un violento corte a negro sirve de alivio. Y, a decir verdad, como único final feliz posible.

    A favor: El cóctel de la fotografía de Benjamin Kracun, siempre a la búsqueda de la atmósfera de neón más cercana, con la música inmersiva de Matt Johnson, líder del grupo The The.

    En contra: A la aplicada remezcla de películas mejores le falta alguna pizca de aportación personal.

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