Alex Garland siempre ha sabido incomodar, pero Civil War lleva esa incomodidad a otro nivel. No es solo una película bélica: es una experiencia sensorial que te sacude desde el primer plano. Con una cámara que parece respirar junto a los protagonistas, Garland convierte cada imagen en una advertencia, cada silencio en un eco de lo que podría suceder si el odio y la división terminan por devorarnos.
Kirsten Dunst está soberbia, interpretando a una fotógrafa de guerra agotada y lúcida, testigo de una América fracturada que podría ser la nuestra. Su mirada resume lo que Garland no necesita explicar con palabras: el horror no tiene bandos, y cubrirlo con una cámara no lo hace menos devastador. La película evita discursos políticos y apuesta por una neutralidad brutal que incomoda tanto como fascina.
El director firma su obra más madura, una combinación perfecta entre tensión, poesía visual y realismo atroz. Cada secuencia está filmada con una precisión quirúrgica, desde los tiroteos en zonas urbanas hasta los instantes de silencio que parecen congelar el tiempo. Hay algo casi hipnótico en la forma en que Garland retrata la destrucción, sin épica ni consuelo, solo la constatación de que la humanidad siempre está a un paso del abismo.
Civil War es un viaje al corazón de la barbarie, donde el periodismo se convierte en el último refugio moral. Su ritmo pausado y su atmósfera opresiva pueden descolocar, pero precisamente ahí reside su fuerza: en no permitirnos mirar cómodamente. Garland no busca respuestas, solo recordarnos que, si seguimos mirándonos con odio, la guerra dejará de ser ficción.
Es cine con mayúsculas: poderoso, preciso y necesario. Cuando acaba, cuesta hablar. No por falta de palabras, sino porque sigues dándole vueltas a lo que acabas de ver.