Hay películas que parecen nacer del deseo de provocar. Saltburn lo hace con descaro, belleza y cierta repulsión. Emerald Fennell firma una sátira sobre la clase alta británica envuelta en excesos visuales y situaciones incómodas, donde el lujo, la perversión y la envidia se mezclan como un cóctel venenoso. Es una historia de aspiraciones, manipulación y deseo de pertenecer, contada desde el punto de vista de un intruso que quiere ser parte de un mundo que lo devora.
Barry Keoghan lleva el peso de la película con una actuación hipnótica. Su Oliver Quick es un personaje ambiguo, entre víctima y verdugo, tan fascinante como perturbador. A su alrededor, Rosamund Pike y Jacob Elordi brillan en un entorno donde la frivolidad se convierte en máscara y el privilegio en arma. Todo está exagerado, pero es parte del juego: Saltburn no busca sutileza, busca impacto.
Visualmente, el filme es una fiesta decadente. La fotografía, la música y los encuadres hacen que todo luzca deslumbrante, aunque a veces uno sienta que hay más envoltorio que fondo. Hay ideas interesantes —esa especie de “Robin Hood” retorcido que roba a los ricos para saciar su propia obsesión—, pero Fennell parece más interesada en escandalizar que en profundizar.
Aun así, cuesta apartar la mirada. Hay algo hipnótico en ese universo de excesos, en su tono oscuro y perversamente divertido. Fennell tiene talento, y aunque su guion se tambalea por momentos, su capacidad para crear atmósfera y personajes magnéticos es innegable. Saltburn es incómoda, provocadora y visualmente irresistible, aunque no siempre sepa qué quiere decir.
En el fondo, es una historia sobre el poder y la fascinación que ejercen los ricos sobre quienes los observan desde fuera. Una fábula cruel y excesiva que no teme mancharse las manos para mostrar que la belleza también puede ser corrosiva. No es perfecta, pero su audacia merece ser vista.