Hay películas que logran inquietarte sin necesidad de gritarte en la cara. Heretic lo consigue desde el primer plano. Es un thriller que respira tensión, donde cada silencio pesa y cada palabra se mide con cuidado. Todo ocurre prácticamente en un único lugar, pero eso no le impide crear una atmósfera densa, pegajosa, en la que no sabes si lo que viene es una revelación o una amenaza. Y en medio de ese juego: Hugh Grant.
La interpretación de Grant es simplemente hipnótica. No fuerza el miedo, lo insinúa. Su mirada, su sonrisa ladeada, la forma en la que se toma su tiempo para hablar… da más miedo que cualquier monstruo digital. Hace años que no lo veía tan cómodo en un papel, y eso que aquí se aleja por completo del galán encantador que muchos aún asocian con él. Aquí es otra cosa: carisma convertido en amenaza.
El guion juega con lo religioso sin ser panfletario. Hay diálogos brillantes, preguntas incómodas y momentos donde uno no sabe si reír o tensarse. La historia tiene giros, algunos más logrados que otros, pero lo importante es que siempre mantiene el interés. A veces recuerda a esas obras de teatro con tres personajes encerrados, donde el peso recae por completo en las actuaciones y los matices. Y aquí, los tres protagonistas están a un nivel altísimo.
Visualmente no es deslumbrante, pero sabe usar la oscuridad, los encuadres cerrados y el diseño del espacio para hacerte sentir dentro de una trampa. Es cine pequeño, en apariencia, pero que se atreve a hablar de cosas grandes: fe, culpa, manipulación, poder. No todo funciona igual de bien —quizá el desenlace no tiene la fuerza de su arranque—, pero el viaje merece la pena.
Heretic no reinventa el terror, pero lo retuerce con inteligencia. Es incómoda, elegante, turbia. Y sobre todo, es una prueba de que a veces el verdadero horror no está en lo que se ve… sino en lo que alguien te hace creer.