Hay películas que llegan sin hacer ruido y acaban pegando fuerte. Open Range es una de esas. No esperaba gran cosa cuando la puse, incluso me costó decidirme a verla. Pero desde que empezó, me atrapó sin remedio. No solo porque me recordó al mejor western moderno (Sin perdón), sino porque tiene alma. Tiene verdad.
Kevin Costner demuestra aquí que sabe hacer cine del Oeste como pocos. No solo dirige con calma y buen pulso, también interpreta a un personaje lleno de matices. Charley no es un héroe al uso, pero tampoco un villano. Es un hombre marcado por su pasado, con una violencia contenida que termina estallando en el momento justo. Y ese tiroteo final... salvaje, sucio, real. Nada de coreografías imposibles: puro nervio y tensión.
La relación entre Charley y Sue es otro de los grandes aciertos. Sutil, pausada, sin artificios. Lo que empieza como un cruce de miradas tímidas va creciendo hasta convertirse en una historia de amor sencilla pero llena de fuerza. Annette Bening está perfecta, y su química con Costner hace que todo fluya con naturalidad.
Lo que más me ha sorprendido es lo mucho que me ha emocionado. Open Range habla de justicia, de redención, de segundas oportunidades. Y lo hace sin subrayar nada, sin buscar el aplauso fácil. Todo está en las miradas, en los silencios, en cómo se enfrentan los personajes a lo que les toca vivir.
Gracias al reportaje que escuché en Sucedió una noche, me animé a verla. Y qué suerte haberlo hecho. Para mí, es uno de los mejores westerns que se han hecho en las últimas décadas. Tiene alma de clásico y corazón de autor. Una joya injustamente olvidada.