El juego del calamar comenzó como un puñetazo directo al estómago. Su primera temporada impactó al público con una mezcla explosiva de violencia, crítica social y personajes tan extremos como reconocibles. Más allá del morbo de sus pruebas mortales, lo que atrapaba era la manera en que hablaba de deudas, desesperación y humanidad. No era solo entretenimiento; era una llamada de atención disfrazada de espectáculo.
La segunda temporada optó por expandir el universo, con nuevos escenarios y más capas sobre el sistema que sostiene el juego. Perdió parte del factor sorpresa, sí, pero supo compensarlo con una trama más ambiciosa y una puesta en escena aún más elaborada. Algunas decisiones narrativas fueron discutibles, pero no se puede negar que seguía siendo adictiva, incómoda y, en ciertos momentos, brillante.
La tercera temporada, por su parte, cerró la historia con contundencia. Fue más cruda, más introspectiva, y no tuvo miedo de incomodar o hacer daño. Aunque para algunos espectadores la serie ya había perdido frescura, lo cierto es que esta última entrega remata con inteligencia y una mirada aún más pesimista sobre el ser humano. El guion se atrevió a ir a fondo en la psicología de sus personajes, sin red de seguridad.
Lo interesante de El juego del calamar es que, incluso en sus momentos más flojos, mantiene una coherencia tonal y temática que muchas otras series envidiarían. La violencia no es gratuita, aunque sea brutal. Las decisiones estéticas no son solo visuales, sino narrativas. Cada plano, cada uniforme, cada silencio está cargado de intención. Esa constancia es uno de sus mayores logros.
Como trilogía, funciona. Puede que no todas las piezas estén al mismo nivel, pero el conjunto tiene fuerza, voz propia y un discurso que incomoda, que remueve. Lo mejor es que, al verla completa, se entiende mejor lo que quería decir su creador desde el principio: que el juego no es una ficción, sino una metáfora dolorosamente cercana.
En resumen, El juego del calamar no solo ha sido un fenómeno de masas, sino una de las propuestas más provocadoras y coherentes que ha ofrecido la televisión en la última década. Aunque el primer impacto ya no se repita, el poso que deja es profundo, incómodo y muy difícil de olvidar.