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    Puro vicio
    Críticas
    4,5
    Imprescindible
    Puro vicio

    Regreso al sueño eterno

    por Carlos Reviriego

    Al terminar los créditos, el grito sesentayochista: “Bajo los adoquines está la playa”. Puro vicio (Inherent Vice) es el gesto (revolucionario) de un cineasta que en su persecución de nuevos caminos personales acaba por señalar diversos trayectos por los que puede seguir transitando el cine americano. Es como un cóctel andersoniano en el que conviven los perfumes de El largo adiós, Miedo y asco en las Vegas y El gran Lebowski pero que se disfruta con la personalidad y abstracción sensitivas de algo totalmente nuevo. Digamos que Paul Thomas Anderson se suma (una vez más) a la tradición en lugar de expoliarla. Es la segunda vez, tras There Will Be Blood, que Anderson adapta una novela. Con la bendición del propio Thomas Pynchon, viaja al sueño alucinógeno de la California hippie en su año de mayor esplendor o decadencia, como queramos entenderlo, al corazón de un misterio poblado de ausencias, entre la desmemoria, la comedia y el romanticismo, a un universo bello y sensual cuya inocencia acababan de usurpar tipos tan siniestros como Charlie Manson y Richard Nixon.

    Habitan esta ciudad ya extinguida de Los Ángeles personajes con nombres como Bigfoot Bjornsen, Dr. Tubeside, Sauncho Smilax, Petunia Leeway, Puck Beaverton, Dr. Threelpy; está poblada de narcos, gángsters, policías corruptos, prostitutas, moteros nazis, espíritus místicos, almas perdidas y delincuentes comunes. Y como centro gravitatorio, un detective hippie, Doc Sportello, interpretado por Joaquin Phoenix, inmenso. No es tanto un retrato de la ciudad y su tiempo (cuyos espacios apenas podemos intuir en un lenguaje que privilegia los primeros planos y la cuerpos) sino de unos personajes fuera del tiempo precisamente porque están perfectamente inscritos en él. Con permiso de Pynchon, nos acordamos de John Fante y de Raymond Chandler. Como un Philipe Marlowe pasado de vueltas, pero sin el hilarante amateurismo de The Dude, la investigación de Sportello acontece en las brumas del recuerdo, de una narradora en segundo plano que acentúa el carácter ensoñador del relato. El retrato de Doc, su mirada estupefacta y estupefaciente hacia el mundo, desentierra el mito en su proceso de desmitificación.

    Los meandros de la trama, en perpetuo movimiento hacia la digresión narrativa, son verdaderamente irrelevantes. Lo que importa aquí, como no en vano también ocurría en el clásico El sueño eterno, es el espíritu freewheelin’, son los retratos y las atmósferas, el descomunal talento y perfección de escenas aisladas (la tórrida seducción fetichista), el sentido de la sensibilidad que se apropia de la alucinante fotografía, su deriva accidental, su tono embriagador, sus desapariciones y reapariciones, la electricidad entre actores y personajes, como ese impagable duelo entre Phoenix y Owen Wilson. La historia en su esencia es la del detective y la mujer que le rompió el corazón. El contexto es el enfrentamiento ideológico de dos Américas destinadas a convivir con estilos de vida opuestos, tal y como Sportello y su némesis republicana Bigfoot acaban sumando fuerzas en su impenetrable trabajo detectivesco. La atmósfera y la poesía se cruzan en la tangente entre la sugerente música de Johnny Greenwood y la abrumadora mirada cinematográfica de Anderson. Cine mayúsculo.

    Lo mejor: Es de esas películas “habitables” que crean su propia lógica y prometen muchas vidas, todas las que volveremos a ella. Un clásico instantáneo. 

    Lo peor: La desacomplejada indefinición del relato expulsará a espectadores en busca de sentido.

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