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    Perder la razón
    Críticas
    2,0
    Pasable
    Perder la razón

    Poca planificación familiar, demasiada premeditación lacrimal

    por Daniel de Partearroyo

    A sus 38 años, Joachim Lafosse es el último cineasta belga que ha saltado a la primera línea de atención de la crítica internacional gracias a títulos como 'Propiedad privada' (2006) o 'Élève libre' (2008), donde un dispositivo formal naturalista va unido a dramas argumentales de intensidad rotunda, ciertos ribetes de incorrección política e interés por desnudar cómo las posiciones de poder (físico, económico, simbólico, sexual o de cualquier tipo) impregnan las relaciones entre las personas. Aunque en 'Perder la razón', su quinto largometraje, no vuelve a colaborar con François Pirot, co-guionista de los dos anteriores, ésas mismas constantes se mantienen en el libreto firmado junto a Matthieu Reynaert y Thomas Bidegain, todo un especialista en dramones asfixiantes gracias a su trabajo con Jacques Audiard ('Un profeta', 'De óxido y hueso'). El resultado es un desalentador relato de frustración y sufrimiento en el que somos testigos de la aniquilación emocional de una mujer superada por aquello en lo que se ha convertido su vida.

    Porque ésa y no otra parece ser la intención de Lafosse, quien, salvo por el desafortunado adelanto al inicio del filme que convierte la narración principal en un largo flashback, sigue un camino muy recto e interesado al contar esta historia de una pareja belga-marroquí con serios problemas de planificación familiar. Ella es Murielle (Émilie Dequenne) y él Mounir (Tahar Rahim), ahijado adoptado por el doctor André Pinget (Niels Arestrup). Desde el principio, la película no puede ocultar que hay algo extraño en la relación paterno-filial de quienes fueran protagonistas de 'Un profeta'; hasta que llega un personaje, el hermano de Mounir, y lo verbaliza él mismo. Es uno de tantos momentos en los que queda reflejado el gran problema de 'Perder la razón': su falta de sutileza y absoluto sometimiento a un programa narrativo que llega a asfixiar las situaciones más que la pintoresca convivencia de la pareja con el doctor. Convivencia forzosa a causa del irrenunciable apoyo económico que el hombre, especialista en matrimonios de conveniencia para brindar papeles a extranjeros, les ofrece desinteresadamente. Pero todo es demasiado cuando, en menos de un lustro, acumulan cuatro hijos y la olla exprés emocional de Murielle explota.

    Lafosse fragmenta el relato con elipsis certeras que, a medida que avanza el metraje, se revelan cada vez más manipuladoras y reduccionistas. Se pone tanto énfasis en los momentos de crisis de la pareja (¿cuántos momentos de interacción feliz hay entre ellos? ¿medio?) que resulta extenuante; premeditadamente extenuante. Mientras Dequenne sufre de forma creíble pero estereotipada (no falta la escena en la que ella llora en el coche escuchando una canción), Rahim está limitado a un personaje esencialmente antipático y, en última instancia, violento del que no se considera necesario contarnos más; por supuesto, todas las conversaciones importantes que mantienen los protagonistas entre sí tienen lugar en habitaciones poco iluminadas o con la cámara más agitada de lo habitual. Por mucho que la voluntad de Lafosse pueda ser acercarse a la tragedia con supuesta elegancia y sensibilidad, se sirve de los resortes demiúrgicos propios del maniqueismo lacrimal para disimularlos con un velo de cine de calidad demasiado desgastado.

    A favor: Cómo expresa Émilie Dequenne el derrumbe psicológico y emocional de Murielle y su progresiva caída en los brazos de la depresión; la actriz ganó el premio de Mejor interpretación femenina de la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes.

    En contra: La manipulación emocional, digna de telefilme.

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