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    Macbeth
    Críticas
    3,5
    Buena
    Macbeth

    La tragedia escocesa

    por Gerard Casau

    La escritura de este texto ha coincidido con la ávida lectura de El mundo, un escenario. Shakespeare: el guionista invisible, el reciente libro con que Jordi Balló i Xavier Pérez localizan la siempre viva influencia del autor británico en incontables películas y ficciones audiovisuales de nuestro tiempo; un hecho eternamente citado y consensuado pero, a menudo, poco concretado. Este ensayo de Balló y Pérez bastaría para corregir la percepción de todos aquellos que han querido ver en el Macbeth dirigido por Justin Kurzel un calco de las maneras brutales de la serie Juego de tronos. Sería más conveniente invertir el orden de los elementos (o, al menos, un circuito que se retroalimenta constantemente), y reconocer en la saga imaginada por George R. R. Martin la herencia de los bailes de poder shakesperianos y, más concretamente, de esta obra concisa y violenta, que Kurzel adapta con mandatoria negritud.

    Ya en La semilla inmortal, el volumen donde, parafraseando a Xavier Pla, Balló y Pérez empezaron a levantar los velos del cine para comprobar qué textos se escondían detrás de las películas, los autores dedicaban todo un capítulo a establecer el funesto linaje macbethiano, observando como la daga que el protagonista clavaba en el pecho del monarca Duncan iba cambiando de manos en una imparable cadena de traiciones y arribismo extremo. Los vapores de ese regicidio original tintaban los códigos del film noir, hasta el punto de ser inspiración directa de producciones como Joe MacBeth (sic) y Hombres de respeto, pero también se infiltraba en relatos de ascenso y caída como el de la clásica Todo sobre Eva, donde también hallamos a una usurpadora de tronos (o de escenarios).

    Pese a la vasta y aún vigente influencia de la pieza, son pocas las traslaciones cinematográficas de la llamada Tragedia Escocesa. Prescindiendo del texto original, Akira Kurosawa la llevó exitosamente al Japón feudal en Trono de sangre, pero, hasta ahora, solo Orson Welles y Roman Polanski se habían enfrentado a ella con todas sus consecuencias, y en ambos casos el resultado supuso una entrada particularmente divisiva en sus respectivas filmografías. Marcos Ordóñez siempre nos recuerda que Macbeth demanda un estado de ánimo muy particular, tenso, sin posibilidad de comic relief, ni momentos de elevación: la función empieza con la sangre de una batalla todavía caliente, y a partir de ahí desciende a un pozo profundo y sin redención. Fascina, pero no apetece acercarse a ella a menudo; ni como público ni, sospecho, como creador.

    En ese sentido, Justin Kurzel no pretende aligerar la carga, ni para él mismo ni para el público: su visión de la obra es orgullosamente severa, sin brillos que rompan su tónica grave y rojinegra. Habiendo despuntado con un filme particularmente sórdido, Snowtown, no debe sorprendernos que  el director australiano se haya impuesto como misión reencontrar la naturaleza más temible y arisca de Macbeth. Por eso, seguramente, las aportaciones dramatúrgicas del libreto que firman a seis manos Todd Louiso, Jacob Koskoff y Michael Lesslie se encaminan a añadir pesar al relato. Sin ir más lejos, el plano de apertura nos muestra el cadáver de un infante, hijo del matrimonio Macbeth, haciendo visible e incorporando al relato (como también hizo Kurosawa) la traumática descendencia imposible/perdida/ausente, que Lady Macbeth menciona brevemente en uno de sus parlamentos, y que convierte el reinado del traidor una empresa finita, de “corona estéril” y “cetro yermo”.

    En aras de hundir el alma, Kurzel también efectúa un tratamiento del texto particularmente duro: no se aferra al acento escocés del modo en que sí lo hacía Welles, pero impone a los actores una dicción rocosa y un ritmo lleno de pausas y silencios, hasta el punto de invisibilizar el verso. Así, la película lima buena parte de la belleza intrínseca a la materia prima, y sabotea esa celebración del lenguaje que une toda la producción shakesperiana. Esto influye, obviamente, en el trabajo de Michael Fassbender y Marion Cotillard. En su piel, Macbeth y Lady Macbeth se tornan figuras atractivas y vigorosas (al igual que sucedía en la versión de Polanski, protagonizada por Jon Finch y Francesca Annis), pero actor y actriz frenan toda tentativa de lucimiento espectacular y se recogen en primeros planos donde su mirada es el vestigio de humanidad, progresivamente perturbada, que contrapesa las monstruosas acciones cometidas por sus manos.

    Kurzel acompaña a la pareja en su infausto trayecto, haciendo foco en su relación desgarrada y problemática, retratándolos más como un matrimonio tristemente envilecido que como meros conspiradores. Pero el cuidado que el cineasta pone en las zonas interiores del relato queda algo descompensado por cierta tendencia a la sobrecarga de efectos estetizantes (ralentís, cielos enrojecidos...) en la composición de las batallas (ese momento en que toda adaptación cinematográfica de Shakespeare saca pecho frente al origen teatral) y los planos exteriores. De algún modo, el director se autoexhime de la pesada armadura que impone a los demás componentes de la producción, contradiciéndose y aproximándose puntualmente a la tentación de realizar esa Gran Película protagonizada por Grandes Estrellas y basada en un Gran Texto que, afortunadamente, la concienzuda oscuridad de este Macbeth logra esquivar.

    A favor: Se trata, qué duda cabe, de una adaptación seria del texto shakesperiano.

    En contra: En ocasiones, a Justin Kurzel le tientan los efectismos estéticos.

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