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    La muerte de Stalin
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    La muerte de Stalin

    La comedia cruenta de la política

    por Paula Arantzazu Ruiz

    El papa Pío XII le había acusado de ser el “anticristo” y sin duda las circunstancias que rodearon su muerte –y los días que sucedieron al deceso– pueden ser interpretados en clave de tragicomedia mefistofélica, no sólo porque la figura de Stalin es todavía hoy harto enigmática y malvada sino también porque las luchas intestinas en que se enfrascó el Politburó, el órgano ejecutivo del gobierno soviético –que acabó siendo el consejo de principales asesores del dictador y a la postre un nido de víboras–, tienen mucho de junta del mal: conspiraciones, acusaciones de traición, humillaciones y asesinatos. Qué suerte hemos tenido, por tanto, que Armando Iannucci (In the Loop) haya sido el encargado de darle forma cinematográfica en su película La muerte de Stalin a ese vodevil cruento y sanguinario.

    En realidad, Iannucci ha hecho suyo el cómic de Fabien Nury y Thierry Robin, y lo ha trasladado a la gran pantalla con mucho más veneno que el trabajo original –extremadamente fiel, cabe señalarlo, a los distintos testimonios sobre lo acontecido a lo largo de esos días de agonía y muerte de Stalin–. Existen unas cuantas licencias poéticas propias de la ficción, pero Iannuncci se ciñe de manera fidedigna al guion de lo que sucedió para, así, dar rienda suelta a una farsa que provoca risas congeladas. En ocasiones, no hay mejor inspiración para la comedia que la realidad ni idea más grotesca que las que ciertos mandatarios pusieron en escena en vida. De este modo, mientras la película nos introduce en el opresivo entorno de Stalin, desde el despacho en que murió a los pasillos del Kremlin, vemos desfilar por los márgenes de las conjuras políticas la retahíla de medidas que transformaron la URSS en un estado del terror, desde las salvajes purgas políticas a la eliminación de buena parte del gremio médico soviético (el denominado complot de los médicos), o las caprichosas detenciones y torturas por parte del NKVD, el comisariado del pueblo para asuntos internos transformado en coto de sadismo de agentes como Nikolái Yezhov o Lavrenti Beria, dos de los personajes, por cierto de La muerte de Stalin.

    Con una materia prima tan potente, lógico que Iannuncci se olvide de las florituras de estilo y confíe en su acertadísimo reparto; un cast que reúne lo más granado de la genealogía del humor británico, y familia a la que se incorpora un Steve Buscemi en el rol de Nikita Khrushchev que poco a poco se ve convirtiendo en protagonista hasta arrebatar a sus compañeros la batuta. Nada sobra ni falta en el recital interpretativo de La muerte de Stalin (Jeffrey Tambor como Malenkov, Michael Palin como Molotov, Simon Russell Beale como Beria, Andrea Riseborough como Stvetlana Stalin, y Jason Isaac en el rol de Zhukov), y son ellos los que vehiculan la farsa hasta llevarla a cotas especialmente oscuras. Porque La muerte de Stalin es, ciertamente, una comedia que hace gala de la característica flema británica, pero no de las de carcajada abierta, si no de las que provocan escalofríos en el centro de la espalda. Que el gobierno de Putin haya decidido prohibir su estreno en Rusia dice mucho de las cuestiones que plantea la película de Iannucci, así como de la ola de control (global) a la que está sometida la cultura.

    A favor: Su acertado reparto, sus diálogos alocados y que se ciñe al guion de los hechos históricos.

    En contra: Que finalice en 1960. Nos gustaría una serie que explicara las luchas de poder en el régimen soviético, desde el asalto al Palacio de Invierno hasta la actualidad.

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