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    Manhattan sin salida
    Críticas
    3,5
    Buena
    Manhattan sin salida

    Yo soy la ley

    por Alberto Corona

    La figura del tipo duro destacando entre burocracias y corruptelas gracias a su propio código es quintaesencial al género policíaco, y por muchos cambios que haya experimentado la situación sociopolítica en EE.UU. —país que no sólo inventó el western, sino también el noir y el cine de gángsters, llenos de personajes con nociones alternativas de justicia—, apenas se ha ido desmarcando de unas coordenadas básicas. Unas, cómo no, progresivamente filofascistas según el desinterés que hubiera en codificar las consecuencias de esta actitud, o el contexto del que partía. Sin embargo, y llegados los años noventa, el cine de acción estadounidense sí llegó a sofisticar en cierto modo esta tensión entre el individuo y la masa pensante hasta permitirse tocar puntos algo más sensibles, como la misma y abstracta idea de nación que, por encima de los choques con superiores cegatos, solía guiar íntimamente los esfuerzos del protagonista. Si Juego de patriotas, en 1992, arrancaba con Jack Ryan frustrando un atentado terrorista en plena calle sin refuerzo ni organización alguna, su continuación Peligro inminente concluía con el mismo Ryan, ascendido a subdirector de la CIA, preparándose para testificar frente al Congreso sobre las tropelías cometidas desde una Casa Blanca sin brújula moral. La coartada patriótica, en la formidable película de Phillip Noyce, perdía fuerza como guía superior del hombre cabreado. La idea romántica de los EE.UU. se diluía, y el hombre se quedaba a solas con su código.

    Era el fin de la americanada tal y como la conocíamos —aunque cineastas como Michael Bay quisieran hacernos más llevadera su agonía—, y el inicio de la reclusión de los rostros del policíaco a sus propias convicciones, perfiladas a partir de la experiencia y la educación. El inicio de Manhattan sin salida, dirigida por uno de los realizadores estrella de la HBO Brian Kirk, es de lo más potente por su condición aglutinante. Un niño —que de mayor será Chadwick Boseman— asiste al funeral de su padre, un prestigioso policía caído en acto de servicio, mientras las palabras del sacerdote empiezan a apuntalar su conciencia. A exhortarle a que, en un mundo cruel como este, no se fíe de más juicio que el suyo propio, y a dejarle claro que la placa que llevaba su padre cuando murió no significa nada por sí misma. No son los EE.UU. No es la virilidad amenazada que, por ejemplo, focalizaba las inquietudes de la última obra maestra de S. Craig Zahler, Dragged Across Concrete, aunque esta contenga un par de apuntes argumentales en común con Manhattan sin salida. Aquí es la ley en sí misma, y una férrea seguridad en saber cómo hay que ejecutarla, lo que guía los pasos del protagonista Andre Davis. Y, por supuesto, la siguiente escena que oficiara de réplica a este prólogo tenía que encontrarlo, ya adulto, atendiendo a las amenazas de los agentes de Asuntos Internos.

    Manhattan sin salida es un policíaco sólido y continuista que entiende muy bien la tradición en la que se inscribe, por muy pequeña que sea la letra en la que lo hace. Con pretensiones que no van más allá de tejer un relato tan convencional como efectivo —no en vano sus productores son Anthony y Joe Russo, recién llegados de los crossovers finales de Marvel—, Kirk demuestra tener el suficiente pulso como para que la trama vaya de una encrucijada moral a otra sin que sus personajes se pierdan en circunloquios. Algo a lo que ayuda la sucinta interpretación de Chadwick Boseman —aunque le falte la desesperada ferocidad que el papel requiere—, pero que sobre todo se consigue gracias a la propia estructura del relato, ensamblada a partir de una única noche donde Boseman y Sienna Miller, sin demasiados deseos de coquetear con la buddy movie, persiguen a dos pobres diablos que se han cargado a ocho policías. Esta coyuntura es resuelta en su mayor parte de un modo terriblemente previsible, pero también con la suficiente profesionalidad como para que su ajustadísima hora y media no se haga más larga de la cuenta.

    El notorio oficio depositado en las escenas de acción —ásperas, cortantes y convenientemente distanciadas de la hipertrofia blockbuster en la que, cosa curiosa, han triunfado sus productores— logra asimismo que Manhattan sin salida le aguante la mirada, como discípulo espabilado pero carente de brillantez, al inmenso plantel de maestros que la preceden. El libreto, por su lado, nunca logra equiparar la potencia de su prólogo al acabar asfixiado por la falta de aspiraciones, pero también es lo suficientemente listo como para definir relaciones —como la que une a los dos pobres diablos, Taylor Kitsch y Stephan James— a golpe de one liners, y acotar ceñudamente unas posibilidades lúdicas que flaco favor podrían hacerle a la coherencia de un artilugio tan concienciado con la crisis existencial del tipo duro estadounidense. Porque la ley no tiene que molar. La ley es la ley, y Manhattan sin salida es lo suficientemente garrula como para llevar esta tautología hasta el final.

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