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    Aladdin
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Aladdin

    El emperador desnudo

    por Alberto Corona

    Puestos a asumir que el “protocolo live action” de Disney está funcionando y arrasando la taquilla mundial sin problemas, lo suyo sería que cada película originada a partir de él tuviera un interés específico. Que, resultaran mejores o peores, la voluntad de la Casa del Ratón por remasterizar sus clásicos fuera más allá de la avalancha digital y lidiaran con las nuevas circunstancias (sociopolíticas, especialmente) de la industria hollywoodiense. Algo de eso había en La bella y la bestia. En la Dumbo de Tim Burton, sorprendentemente, había muchísimo, acompañado de una autoconsciencia tan cínica como hipnótica. En el Aladdin que supuestamente dirige Guy Ritchie, no obstante, hay muy poco a lo que agarrarse, y el pequeño punto de interés que nos puede hacer más digerible el trance se reduce a su existencia.

    Si en los años venideros a algún pobre diablo le tocara estudiar el movimiento más plomizo y angustioso que ha emprendido Walt Disney Pictures en toda su historia, puede que Aladdin fuera el film ideal en torno al cual resumir la tesis. Es una película tan furiosamente representativa de esta maniobra que no sólo se limita a abrazar con fuerza cada uno de los trámites habituales (calcado fotorrealista, director de renombre difuminándose sin rechistar ante las necesidades del producto, elementos que la aclimaten superficialmente a las sensibilidades contemporáneas), sino que asume el heroico rol de presentar todos estos al desnudo, sin ningún tipo de distracción que la dignifique, sin ninguna ambición tampoco de fingir que entre su aparataje hay una mínima inquietud creativa. Por todo esto, enfrentarse a Aladdin es lo más parecido a fijar los ojos en el vacío más insondable, por más que este aparezca envuelto en una tormenta de colorinchis.

    Aladdin está tan comprometida con que descubramos cómo luce el traje del emperador que tampoco le importa que su reparto haga esfuerzos nulos por defender la propuesta, desde el insulso protagonista que encarna Mena Massoud hasta un desquiciado Jafar interpretado por Marwan Kenzari.Hay una rutina fatalista latiendo en la última película de Guy Ritchie —director al que el sistema no pudo perdonar que le metiera personalidad a un blockbuster de encargo como fue la reivindicable El rey Arturo—, y esta rutina es la misma que acaba permitiendo que queramos refugiarnos instantáneamente en el original que reverencia. Además de ese incómodo vacío, otra de las experiencias que te propone Aladdin es que entiendas por fin a qué se deben todos estos remakes, lo que básicamente se reduce a la asunción de que Disney nunca estuvo tan cómoda como lo estuvo en los 90 (aunque ahora tenga más poder que nunca), y que su mejor forma de vender es seguir recurriendo a ese pasado mítico malentendiendo de paso, unas cuantas cosas por el camino.

    Y es que a Aladdin, sobre todo, hemos de agradecerle que se empeñe en ser la cara más visible del fracaso de intentar conciliar dos lenguajes tan distintos como la animación y esa imagen real en la que nosotros tenemos la mala suerte de movernos. Números musicales como El rey o No hay un genio tan genial demuestran por sí solos el callejón sin salida en el que Disney se obstina en meterse, queriendo recrear la magia y velocidad expositiva de los originales con el CGI como único aliado (y además, uno sumamente traicionero), mientras la narración va fotocopiando de forma exhaustiva los 87 minutos del original de 1992. Como este remake dura 128, hay huecos suficientes como para plantear cosas sin constreñirse, y ahí tenemos a Will Smith levantando escenas humorísticas que, sobre todo si no está en modo azul, pueden atinar a salvarse y causar carcajadas carentes de déja vu.

    Porque Will Smith se esfuerza, se esfuerza mucho. Y también Naomi Scott como Jasmine —al menos en el apartado musical, pues su discurso empoderante se limita a ser otro check en la lista de trámites que antes mencionábamos—, mientras Aladdin se desarrolla ante nuestros ojos insegura, torpe, con el temor de que en cualquier momento abramos fuego sobre el mensajero. Algo que, quizá, tampoco sería muy justo, porque el film de Guy Ritchie es el único film que podía ser dadas sus circunstancias, y al menos tiene la deferencia de respetar la infancia del público y seguir dándonos motivos para pensar que fue la mejor época de nuestras vidas. Un mensaje que en sí mismo siempre ha sido muy Disney (y así nos va), pero que cobra fuerza ante las tragedias del presente.

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