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    Climax
    Críticas
    4,5
    Imprescindible
    Climax

    Nihilismo Pop

    por Philipp Engel

    El último artefacto de Gaspar Noé arranca con el 'casting' de los bailarines que se soltarán a lo largo del metraje, y las entrevistas grabadas en vídeo se reproducen en un viejo televisor enmarcado por montones de libros y películas entre los que no cuesta leer los referentes más o menos evidentes del siempre polémico director de Irreversible (2002). Pasolini, inevitablemente. La angustia del miedo (Gerald Kargl, 1983), la película que le inspiró Carne (1991) y Seul contre tous (1998). Cioran, el filósofo rumano, que bien podría ser el Eugenio del nihilismo. Suspiria. La biografía de Pierre Molinier, el artista fetichista admirado por Breton. Silent Hill. Etc. Pero más que un cóctel de referencias, Climax es puro Noé.

    De la misma manera que Irreversible empezaba por el final, so pretexto de invalidar el discurso de la venganza con un falso culpable (como en Seul contre tous, la víctima también era inocente), Climax arranca con lo que sería la apoteosis de una fiesta, con sus participantes desatadísimos en en una serie de números absolutamente inenarrables, anonadantes e inolvidables (waaking, krumping, voguing), para precipitarnos en un largo bajón, una eterna pesadilla en la que los antes ufanos bailarines se despedazan mutuamente, o casi, a raíz del consumo involuntario de lo que podría ser el equivalente de aquella droga caníbal que se cobró unos cuantos titulares hace unos años. Menos sorprendente, la bajada a los infiernos resulta tan hipnótica como la opiácea Enter the Void (2009), y como en general todo lo filmado por Noé y su fiel director de fotografía Benoît Debie, con el que trabaja desde Irreversible. Noé se lo ha pasado en grande siguiendo cámara en mano los arrebatos improvisados de su 'troupe' de bailarines confinados en un infierno rodeado de nieve. En su contra podríamos aducir que la deriva narrativa hacia el caos orgiástico es un recurso fácil, al que ya han recurrido últimamente otros cineastas con fama de creciditos 'enfants terribles', como Darren Aronofsky, en la demasiado vapuleada madre! (2017), o Ben Wheatley, en la ballardiana High-Rise (2015). Pero funciona, y se malvive bien, sobre todo gracias a los persistentes efectos extasiantes de los bailes que abrían esta 'rave' casi satánica.

    Y si Climax como mera experiencia cinematográfica no se considera suficiente, si el espectador teme que Noé haya eyaculado en su cara como ocurría tridimensionalmente en Love (otra película injustamente masacrada por la crítica), también está la muy obvia, aunque irónica y ambigua, coartada política. En uno de esos intertítulos godardianos con tipografía marca de Les Cinémas de la Zone, la película se presenta a sí misma como “un filme francés y orgulloso de serlo”, y una enorme bandera tricolor preside la velada. La 'troupe' de bailarines componen un estudiado mosaico de lo que podría ser la juventud francesa, con máxima diversidad de razas e identidades sexuales. Pero la película, ambientada en 1996 (año de la muerte de Mitterrand y del triunfo de El odio de Kassovitz en los César), parece querer decirnos que la convivencia es imposible, que de lo de liberté, égalité y fraternité es más bien un Je t'aime, moi non plus. “Vivir es una imposibilidad colectiva”, nos dice otro cartel. Así pues, como decíamos, todo Noé está aquí metido, como siempre exquisitamente empaquetado. Clasicazos para el dance floor a todo volumen (Cerrone, Moroder, Daft Punk...), sexo (más bien oral), violencia perturbadora, y todo lo que, de forma no tan gratuita (incluso lo del niño tiene sentido), pueda molestar a ese tipo de público que el francotirador franco-argentino tiene en su punto de mira desde que le invitó a salir de la sala con el reloj en cuenta atrás (un truco robado al gran William Castle) de Seul contre tous: el espectador aburguesado y pusilánime. Para el resto, una fiesta.

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