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    Skin
    Críticas
    3,5
    Buena
    Skin

    Humanizar al monstruo

    por Carlos Losilla

    Una de las películas que más me han emocionado en los pasados meses se titula Sinónimos y la ha dirigido el israelí Nadav Lapid. Y ello me ha ocurrido por una razón muy simple: en ninguna otra de las que he visto últimamente –quizá con la excepción de Roubaix, une lumière, de Arnaud Desplechin, que por ahora no se va estrenar aquí— se hace un uso a la vez tan delicado y tan brutal de la relación que el cine es capaz de establecer entre el cuerpo que se está filmando y los límites del encuadre. En Sinónimos, el cuerpo del protagonista está constantemente en tensión con el plano, y eso hace que entendamos a la perfección su conflicto con el mundo que lo rodea sin necesidad de discursos solemnes ni diálogos enfáticos. Y algo de ello he vuelto a ver en Skin, dirigida en Estados Unidos por otro israelí, Guy Nattiv, a quien hasta ahora no tenía el gusto de conocer. En apariencia, se trata de una de esas películas basadas en hechos reales que tanto abundan en los últimos tiempos y que suelen terminar –como ocurre aquí— con filmaciones de los protagonistas reales de la historia que se acaba de contar, un procedimiento del que algún día habrá que hablar largo y tendido. En el fondo, sin embargo, estamos ante una ficción que recurre a argumentos míticos para narrar la peripecia de un cuerpo: el de Bryon Widner (Jamie Bell, extraordinario), un supremacista blanco, un neonazi que en un momento dado decide cambiar de vida.

    En efecto, Nattiv incide en varios aspectos que tienen que ver con el cuerpo del personaje. Todo parece articularse mediante un flashback que parte del momento en que a Widner le están borrando sus tatuajes, una alegoría del pasado que está dejando atrás. Y las peleas, los encontronazos, las muestras de amor, el sexo, están filmados de una manera muy física, como si el mundo descrito se rigiera por normas que solo tienen que ver con ellos. Eso es lo que importa en Skin, y no el lado más político o de denuncia. Cuando la película de Nattiv se centra en aspectos como la tribu, el sentido de pertenencia o la identidad –vistos todos ellos desde una perspectiva casi animal–, la puesta en escena vibra y se hace altamente expresiva, contagiosa en su lado más emocional. Cuando opta por ser más discursiva, en las escenas de trámite o de transición, en los momentos en que todo quiere hacerse evidente, el tono siempre es más blando. He ahí la contradicción de Skin: siendo una película sobre personajes que prefieren una vida fácil, incluso un pensamiento fácil que divida el mundo entre buenos y malos, entre blancos y negros, entre América y el resto de la geografía universal, no debía haber escogido caminos formales tan fáciles como a veces escoge, ese estilo que no se preocupa por otra cosa que no sea su propia capacidad narrativa. Skin es más interesante cuando se problematiza a sí misma decantándose por filmar la violencia con franqueza, por enfrentarse a la complejidad de la vida sin apriorismos ingenuos o bienintencionados: la escena de la quema del coche con inmigrantes dentro, en este sentido, es mucho mejor que la escena del hospital en la que los “padres” de Widner se muestran malos de solemnidad, como si fueran los culpables de una situación de la que en realidad también son víctimas.

    Pues Skin termina siendo, finalmente, una película sobre los lazos familiares y las esclavitudes a las que nos someten. Y también sobre el lumpenproletariado y el modo en que esa situación socioeconómica obliga a llevar un determinado tipo de vida. Es muy hermosa la manera en que Nattiv filma eso, y también la manera en que filma la fragilidad de un cuerpo como el del protagonista, siempre oscilando entre el bien y el mal, entre aquello que se ve obligado a hacer y lo que de verdad le gustaría hacer, como por ejemplo estar con su nueva novia y con sus hijas sin preocuparse de nada más. Y si Skin es una película política, lo es porque atiende a los cuerpos, al modo en que se rebelan contra la pobreza y la ignorancia, contra todo aquello que no les deja escoger y decidir, no porque hable de ese resurgir del fascismo que los medios de comunicación utilizan impunemente sin profundizar para nada en sus causas. Y tampoco porque sea una película acerca de ciertos “temas de actualidad”. Al contrario, habla de lo que siempre ha hablado el relato americano, desde Scott Fitzgerald hasta James Gray pasando por John Ford y Martin Scorsese: la posibilidad de la redención, de que toda vida pueda tener una segunda oportunidad.

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