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    Malasaña 32
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Malasaña 32

    Para entrar a vivir

    por Marcos Gandía

    Lo que algunos han utilizado como peyorativo al hablar de esta excitante, cómplice y diabólicamente juguetona película de terror que es Malasaña 32, a saber, que es una mera derivación, un exploit, de la Verónica de Paco Plaza, es para quien esto escribe, todavía asustado por esa marioneta, esos pasillos en penumbra y esos mensajes en un tendedero conectado con el Más Allá, la mayor virtud del debut en solitario (tras la estupenda Matar a Dios, dirigida junto a Caye Casas) de Albert Pintó. ¿Qué sería del cine de terror si no se retroalimentara de modas, de éxitos precedentes y de imitaciones espúreas? Seguramente nada. Malasaña 32 no es una copia de Verónica, aunque comparta con ella ese look de recreación Cuarto Milenio de caso paranormal. Se repite el esquema de piso maldito, de familia (y niños) como deus ex machina del horror y una maliciosa idea sobre los fantasmas del franquismo perviviendo en su presunta desaparición. A partir de ahí, mientras el film de Plaza iba por otros derroteros que transitaban por el universo del susto oriental y Lovecraft, el de Pintó se zambulle con conocimiento de causa en esa idea del Mal como algo retrógrado, como un elemento perturbador de inquietante cotidianidad.

    Malasaña 32 domicilia el terror en una España de finales de los 70 gris, en un edificio que devora a una familia que (como en el mejor cine neorrealista nacional, caso del Surcos de José Antonio Nieves Conde) busca en la ciudad una esperanza que se verá convertida en una trampa mayor que la que ocultan otros edificios tocados por la maldad del imaginario literario y cinematográfico. La película de Pintó bien podría ser nuestro Poltergeist de extrarradio de la Transición, mucho más cercano, y con un cementerio indio que estaría más conectado con lo que se pudría bajo el Valle de los Caídos que con los espectros que no descansan en paz por la especulación inmobiliaria. Juega el film con el susto como uno de los puntales del género, no de manera gratuita, sino de forma casi geométrica, encerrando a los espectadores en ese bloque decrépito de aires polanskianos y malsanos. El director domina y maneja todos estos resortes con contundente oficio, sin perder a veces el humor (las apariciones de un Javier Botet más John Carradine que nunca) y sin perder nunca de vista la composición de los planos y los movimientos de cámara como la caligrafía de su cuento de terror más efectivo que los expedientes de los Warren.

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