Lo que algunos han utilizado como peyorativo al hablar de esta excitante, cómplice y diabólicamente juguetona película de terror que es Malasaña 32, a saber, que es una mera derivación, un exploit, de la Verónica de Paco Plaza, es para quien esto escribe, todavía asustado por esa marioneta, esos pasillos en penumbra y esos mensajes en un tendedero conectado con el Más Allá, la mayor virtud del debut en solitario (tras la estupenda Matar a Dios, dirigida junto a Caye Casas) de Albert Pintó. ¿Qué sería del cine de terror si no se retroalimentara de modas, de éxitos precedentes y de imitaciones espúreas? Seguramente nada. Malasaña 32 no es una copia de Verónica, aunque comparta con ella ese look de recreación Cuarto Milenio de caso paranormal. Se repite el esquema de piso maldito, de familia (y niños) como deus ex machina del horror y una maliciosa idea sobre los fantasmas del franquismo pe
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