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    Silencio
    Críticas
    5,0
    Obra maestra
    Silencio

    La Fe en el cine

    por Alejandro G.Calvo

    Desde que Charlie (Harvey Keitel) en Malas calles (1973) probara su resistencia al fuego de una vela en una iglesia -Travis Bickle (Robert DeNiro) haría lo mismo pero con los fogones de la cocina en Taxi Driver (1976)-  Martin Scorsese siempre ha dejado claro la importancia en su cine (y personajes) tanto del sentido de culpa heredado del cristianismo –especialmente en sus colaboraciones con el calvinista Paul Schrader- como de cierta iconografía simbólica heredada de las enseñanzas del Viejo y el Nuevo Testamento. Así, ya fuera Jake La Motta crucificado en el ring –Toro Salvaje (1980)-, Max Cady gritando las escrituras como un psicópata malnacido – El cabo del miedo (1991)- o el propio Jesucristo bajando de la cruz para fornicar con María Magdalena – La última tentación de Cristo (1988)-, está claro que para el realizador neoyorquino todo lo que conlleva el sentimiento religioso es un pathos del que es prácticamente imposible desligarse (al menos, si has sido educado de dicha forma).

    Además, en una obra marcada por la violencia –los reyes del cine de Scorsese son los outsiders, los gángsters y los patológicamente obsesos- era lógico que el sentimiento de culpa heredado del tormento cristiano abrasara con mayor o menor virulencia a sus protagonistas. Sin embargo, al contrario de la ultraortodoxa obra de Mel Gibson, en el cine de Scorsese las complejidades emocionales derivadas de la religión siempre eran un elemento añadido al guión (o la puesta en escena) para enriquecer el entramado dramático… con dos claras excepciones: la soporífera Kundun (1997) y la bestial La última tentación de Cristo. Y es que lo que convertía la adaptación cinematográfica de la novela de Nikos Kazantzakis en algo de otra galaxia no era tanto el dislate post-crucifixión como el representar a Cristo como un ser humano repleto de dudas y contradicciones. Un Dios que duda de su divinidad, incluso que reniega de ella, ¿puede ser un Dios?, nos preguntaba Scorsese como si nos abofeteara. Pues bien, hoy me han dolido esas bofetadas recibidas hace casi 30 años al enfrentarme a Silencio, un nuevo tótem scorsesiano, donde los protagonistas –seres humanos en pleno via crucis físico y ético- se ven convertidos en mártires a causa de su fe mientras no dejan de buscar el auxilio de un Dios todopoderoso que sólo parece contestarles con el más absoluto de los silencios.

    Silencio es una película sobre la fe. Sobre la fe religiosa y cómo conservarla frente al más categórico de los horrores y sobre la fe en el cine y su poder a la hora de convertir en imágenes un doble relato: el físico, o cómo el sinsentido humano derivado del fervor religioso acaba convirtiéndose en tortura y asesinato, y el místico, a través de la transmutación del soldado religioso en un nuevo Mesías martirizado hasta la extremaunción –la tautología que refleja el rostro de Jesucristo en las aguas de un riachuelo con el del sufrido protagonista, es tremendamente clara al respecto-. Todo ello está puesto en escena con una pureza insólitamente clásica –nada que ver con el (delicioso) caos orgánico de El lobo de Wall Street (2013)-, en un extraño cruce entre David Lean y, cómo no, Michael Powell y Emmerich Pressburger; pero abordado a nivel ontológico con el mismo escalpelo con que Carl Theodor Dreyer pulió a la protagonista de La pasión de Juana de Arco (1928). Las imágenes fluyen cruzando la barbarie más expeditiva con los paisajes más idílicos, al mismo tiempo que el ultraviolento corpus dramático interior va arrasando al espectador. Y es que Silencio más que una película desesperada es una película que pone en escena la desesperación. Sin agarraderos a los que sujetarse, sin ningún cobijo donde resguardarse, el sinsentido humano y divino castiga al protagonista –un hombre bueno, al fin y al cabo- y al espectador por igual: la sucia, cruel y extrema realidad no tiene conmiseración a la hora de escupir en los valores más importantes con los que tratamos de dar forma a la alma humana.

    No soy un hombre religioso; Dios, si existe, lo sabe bien. Así que corría el peligro de que, por sorpresa, Silencio fuera un sermón de casi tres horas de duración mostrándonos qué buenos eran los jesuitas y que malos los budistas –aunque en la película adopten esos roles-. Pero esto no es una lucha entre religiones –de hecho, hay una crítica clara a la imbecilidad de los extremismos religiosos condenados a llevar el odio allá donde ponen el pie-, es un combate entre el ser humano y el ente divino, en la lucha existente en el ser terrenal por aprehender la divinidad desde la bondad y la humildad más pura y, finalmente, una confrontación con sus propios miedos y demonios al descubrir que todo el amor del mundo no va a poder jamás derrotar a aquellos que usan el odio irracional y la violencia salvaje como estilo de vida. Y luego, claro, está el silencio del Dios al que se reza. Un silencio que también es pura barbarie y que acababa por no dar respuesta a la mayoría de los dilemas éticos que plantea la película.

    Normal que uno salga del cine como si le hubiera pasado un tren por encima. Da igual si uno cree en Dios, Buda, Darth Vader o la mona Cheetah. O si no cree en nada de nada. O si sólo cree en el cine. Esta película es de las que te arranca de ti mismo, de las que se te quedan grabadas a fuego en la cabeza, de las que se te enganchan a la piel durante días. Qué duda cabe: Silencio es un gran Scorsese. Otro más en una carrera que es un auténtico escándalo.

    A favor: Mucho. Pero hay una secuencia en el mar que es de lo más aterrador que yo haya visto en el cine.

    En contra: Ni idea.

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