La casa al final de la curva es una película que se desliza lentamente hacia la oscuridad del alma humana con un tono de lo más sórdido, inquietante y por momentos excesivo. Ambientada en un Halifax lúgubre, la película presenta a Josh (Ben Foster) y Rachel (Cobie Smulders), una pareja que se traslada con su hijo pequeño a una antigua casa ubicada en una curva peligrosa donde los accidentes son frecuentes. Lo que comienza como una historia de adaptación a un nuevo entorno pronto se transforma en una espiral de obsesión, aislamiento y colapso emocional. La propuesta del director canadiense Jason Buxton (responsable de la inédita en nuestro país Blackbird) no es fácil ni se muestra complaciente con el espectador, pero es justamente esa incomodidad lo que le otorga su fuerza narrativa y da un resultado de lo más interesante.
Ben Foster, en uno de los papeles más contenidos de su carrera, ofrece una interpretación profundamente comprometida, retratando a un hombre desgastado por la culpa, la frustración y la impotencia ante el caos que no logra controlar y con el que se obsesiona hasta perder los estribos de su vida. A diferencia de sus roles más explosivos, aquí apuesta por otro registro que resulta mucho más perturbador. Su actuación actúa como el termómetro emocional del filme. Por su parte, Cobie Smulders entrega una actuación igualmente sólida, aunque permanece mucho más en un segundo plano, encarnando a una mujer atrapada entre la lealtad conyugal y el miedo creciente ante la transformación de su esposo. Su presencia es el ancla emocional del relato, aunque el guion no siempre le concede el mismo espacio que a su contraparte masculina.
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La narrativa de Buxton evita las prisas y prefiere sumergirse en una progresión atmosférica cocida a fuego lento y se muestra más interesado en sugerir que en explicar. Es de destacar la valentía de su guion por resistirse a la exposición excesiva y dejar que la tensión se acumule de forma orgánica, virando entre lo tedioso y asfixiante. Aunque, es un largometraje que plantea demasiadas preguntas sin resolverlas del todo, lo que puede provocar frustración en los espectadores que busquen un desenlace más claro o conclusiones temáticas más definidas, los espectadores que buscan intensidad y situaciones límite saldrán más que satisfechos. Una incomodidad de visionado que recuerda al de otras obras de temática similar -no en la superficie sino en el fondo- como Nightcrawler (2014) o Crash (1996).
La dirección de fotografía crea un ambiente de opresión permanente: los tonos apagados, la niebla omnipresente y los interiores en penumbra refuerzan el estado psicológico de los personajes. Hay una sensación constante de peligro inminente, como si algo terrible estuviera a punto de ocurrir aunque lo verdaderamente devastador no sea un agente externo, sino la debilidad emocional de su protagonista. La música, discreta pero incisiva, funciona como un eco de las emociones reprimidas y ayuda a acentuar la tensión sin manipular al espectador, aunque se echa de menos una partitura más extensa. Buxton la utiliza como símbolo del caos la peligrosa curva frente a la casa que crea una obsesión en Josh con los accidentes de coches y se convierte en una alegoría de su propia vida familiar al borde del colapso. Y, pese a sus perdidas de ritmo, la película logra mantener el interés gracias al magnetismo de su actor protagonista y la cuidadosa construcción del suspense.
Solo unas semanas para el estreno de una de las películas del año: tan estrambótica como inquietanteLa casa al final de la curva aborda cuestiones como la masculinidad frágil, la dificultad para pedir ayuda, y el desgaste emocional en las relaciones de pareja. El protagonista encarna un tipo de hombre que intenta asumir el rol de protector sin tener los recursos emocionales para sostenerlo, y cuyo sentido de identidad se desmorona cuando no puede “arreglar” lo que está roto (tanto fuera como en su propio interior). El tratamiento de estos temas es sutil, nunca con un fin didáctico, lo que convierte al filme en un retrato psicológico más que en una historia convencional. Sin embargo, no todo funciona con la misma eficacia: los personajes secundarios están poco desarrollados, y ciertos elementos (como la relación con los vecinos o el trasfondo del matrimonio) podrían haberse profundizado para dar más peso al conflicto central.
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En definitiva, es una película que parece más una experiencia sensorial y emocional que como una historia con principio, nudo y desenlace convencionales. Es un drama envolvente, cuidadosamente dirigido y cuyo peso se sostienen en gran parte por su actor protagonista, que explora el descenso silencioso hacia la desesperación con una mirada inquietante y sin concesiones. Requiere paciencia y arrojo, pero recompensa con una profundidad que pocas películas contemporáneas logran alcanzar. Puede que no sea del gusto de todos, pero quienes se dejen arrastrar por su ritmo lento y su ambigüedad narrativa encontrarán en ella una obra tan perturbadora como memorable.