Hay películas que parecen diseñadas para hipnotizar. Drive es una de ellas. Desde el primer minuto, su ritmo pausado y su estética calculada te atrapan en una especie de trance, como si el tiempo se diluyera entre luces de neón y silencios llenos de tensión. Es cine de género con pretensiones artísticas, sí, pero también un ejercicio de estilo que, a ratos, se siente más preocupado por lucir bien que por emocionar de verdad.
Ryan Gosling encarna a un hombre sin nombre, mitad héroe y mitad espectro, que vive entre el volante y la violencia. Apenas habla, pero su presencia lo dice todo: la calma antes de la tormenta. Su química con Carey Mulligan es delicada, casi muda, y funciona precisamente porque se sostiene en gestos mínimos. Lo cierto es que cuesta no dejarse llevar por esa atmósfera melancólica que Winding Refn construye con precisión quirúrgica.
Visualmente, es un festín. La iluminación, los encuadres, la música —ese synthwave que convirtió la banda sonora en culto—, todo encaja con una elegancia poco habitual en el cine de acción. Pero tanta belleza tiene su precio: a veces la forma eclipsa al fondo, y uno termina más impresionado que conmovido. Hay momentos en los que parece más un videoclip perfecto que una historia con alma.
No obstante, sería injusto negar su magnetismo. Drive consigue un equilibrio raro entre romanticismo y brutalidad, entre calma y estallido. Cuando llega la violencia, lo hace con una fuerza que corta el aire. Es tan directa que incomoda, y quizás por eso funciona. Refn sabe que el impacto no necesita litros de sangre, sino saber cuándo y cómo mostrarla.
En definitiva, es una película fascinante, pero no perfecta. Su envoltorio es deslumbrante, su ritmo hipnótico y su protagonista inolvidable. Sin embargo, bajo esa superficie tan pulida, hay un corazón que late con frialdad. Drive deslumbra, sí, pero también mantiene cierta distancia, como un coche que pasa rugiendo por la noche: imposible no mirar, pero difícil sentir que te lleva dentro.