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    Star Wars: El Ascenso de Skywalker
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Star Wars: El Ascenso de Skywalker

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    por Alberto Corona

    Cuando hablamos de Star Wars, y en concreto cuando lo hacemos en tanto a blockbuster primigenio, a fenómeno que a finales de los 70 cambiara Hollywood para siempre, solemos olvidar que La guerra de las galaxias era, originalmente, cine de autor. Cine de autor arriesgadísimo, radical, que se abandonaba de forma kamikaze a la complicidad del espectador con la esperanza de que este aguantara unos primeros veinte minutos de dos robots caminando por el desierto, y una primera hora sin que Han Solo asomara el bláster. Si el espectador entraba ahí se quedaría para siempre, y George Lucas lo sabía. Por eso insistió tanto en acaparar los beneficios por merchandising, pero también por eso quiso que la saga siguiera en sus manos cuando estrenó las precuelas, y estas también resultaron ser tan suyas, tan libres, que nos ha costado años comprender sus fallos y aciertos con auténtica justicia. Pero Star Wars dejó de pertenecerle en 2012 y, por tanto, dejó de ser cine de autor para convertirse en otra cosa.

    Star Wars se convirtió entonces en una IP más de las muchas sobre las que The Walt Disney Company reforzaría su imperio, y esta transformación dio como resultado dos cosas principalmente: una mayor permeabilidad a los deseos del consumidor, y una total transparencia alrededor de sus procesos internos. Cosas que no tenían por qué ser malas, pero que desde luego no tenían nada que ver con los presupuestos de las dos sagas anteriores: productos al fin y al cabo de una visión creativa unitaria y sucesivamente más ensimismada, la del amigo Lucas. Por eso Star Wars conoció la autoconsciencia, y por eso en El ascenso de Skywalker son evidentes cada escaleta, cada power point, cada reunión urgente, y cada café derramado en un ataque de nervios, durante su gestación. No es la primera vez que sucede en esta nueva fase, ya que los remiendos y los controles de daños también se dejaban ver ostentosamente en Rogue One o Han Solo, pero nunca hasta ahora dichos elementos habían calado de forma tan fuerte en la narrativa, entregando sin cesar decisiones, giros de guión e incluso imágenes —el reparado casco de Kylo Ren hablando por sí solo—, que nos conducen a la misma certeza: El ascenso de Skywalker es todo lo que puede permitirse ser Star Wars ahora, en 2019, para que Star Wars pueda seguir adelante.

    Al parecer, lo que con Los últimos Jedi hizo Rian Johnson —conviene recordarlo otra vez: única persona junto a George Lucas en escribir y dirigir ella sola un episodio de Star Wars— no entraba dentro de esos planes de sostenibilidad, y así ocurre que la principal motivación de El ascenso de Skywalker a lo largo de su extenuante metraje es defenestrar cualquier discurso, insinuado o explícito, que el Episodio VIII llegara a lanzar en 2017. Algo que de por sí podría encajar dentro de una película autónoma —El retorno del Jedi jamás pudo cumplir las promesas de El imperio contraataca y aprendimos a quererla así—, sino fuera porque tampoco hay un andamiaje que sepa respaldar convenientemente esta apuesta por la conciliación. Porque, en realidad, es un andamiaje tembloroso, levantado por el miedo. Miedo a incomodar. Miedo al fan que dice amar Star Wars pese a que sólo le gusten dos películas y media. Miedo a volver a protagonizar una conversación que no se reduzca a quién es un Skywalker o deja de serlo. Miedos que coinciden en erigirla como el desenlace más lógico para una trilogía que nació acomplejada y se ha ido acomplejada. Por mucho que se haya insistido durante su campaña de promoción en que aquí se quería concluir una saga de nueve películas, y no sólo estas tres que desde el principio fueron un constante sálvese quien pueda.

    ¿Qué queda entonces? Lo que, entrando también en los planes de J.J. Abrams —de cuya dirección, por cierto, ha desaparecido el entusiasmo que enarboló El despertar de la Fuerza— y sus superiores, siempre conservará Star Wars. La felicidad, el sentido de la maravilla, algo parecido a la magia. La que sientes descubriendo planetas, droides, marionetas que hablan en extraños idiomas. La que te embarga cuando sigues las andanzas de unos héroes imperfectos y encantadores a lo largo de la galaxia —es estupendo que aquí haya más oportunidades que nunca para lucir la química de Poe, Finn y Rey—, o escuchas justo la fanfarria de John Williams que querías escuchar. Cosas que nunca nos podrán quitar, porque quienes las gestionan saben que no pueden ni deben hacerlo. Al final es como aquello que decía James Carville durante la campaña de Clinton a principios de los 90. Aquello de “es la cultura pop, estúpido”.

    Bueno, sí, en realidad dijo economía. Pero es que ya todo viene a ser lo mismo.

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