No es fácil mirar al Everest y no pensar en la épica. Pero esta película no busca homenajes ni glorias: se mete en la tormenta para mostrar el lado más cruel de una obsesión. Desde el primer momento, el director deja claro que aquí no hay héroes, solo personas empeñadas en desafiar lo indomable, pagando un precio brutal. La sensación que deja es más parecida a la de un duelo que a la de una aventura. Y funciona. Vaya si funciona.
El ritmo puede parecer frío, como la propia montaña. Pero esa es justo su virtud. Kormákur no intenta edulcorar el sufrimiento ni maquillar la desesperación. Las escenas se sienten reales, casi documentales a ratos, y hay planos que abruman por su silencio. Más allá de la espectacularidad técnica —que la hay—, lo que golpea es esa acumulación de decisiones pequeñas que, una tras otra, empujan a los personajes hacia lo inevitable.
Hay momentos en los que cuesta seguir a tantos personajes, y algunos podrían haber tenido más peso emocional. Pero quizá eso también hable de la confusión real en situaciones extremas. Cuando estás a 8000 metros, el mundo se reduce al oxígeno que no tienes, al paso que no das. La película transmite esa angustia con una crudeza admirable.
Lo más perturbador es darse cuenta de que no hay un monstruo que perseguir, ni una amenaza externa que combatir. Solo hay gente que lo tenía todo, y lo arriesgó por estar un minuto en la cima. Y ese minuto se convirtió en el último. Cuando la nieve lo cubre todo y el silencio se impone, es difícil no pensar en lo absurdo de ese impulso que a veces nos mueve: demostrar algo que no necesita demostración.
Everest no conmueve a base de discursos, sino de vacío. No emociona con música, sino con el peso del aire que falta. Es de esas películas que no se recuerdan por una escena, sino por lo que te dejan dentro cuando terminan. Una mezcla extraña de admiración y tristeza, como cuando te das cuenta de que no todo lo grande es hermoso.