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    Vida oculta
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Vida oculta

    Camino de la Cruz

    por Philipp Engel

    Hubo un tiempo en el que cada película de Terrence Malick se esperaba, largamente, como la llegada del Mesías. La Palma de Oro a El árbol de la vida, sin embargo, empezó a dividir a su audiencia de incondicionales seguidores, y sus siguientes películas, que se sucedieron en el tiempo a una velocidad inusitada –To the Wonder (2012), Knight of Cups (2015) y Song to Song (2017), acompañadas de trabajos de diversos formatos– tuvieron una recepción crítica que, cuando menos, se alejaba de la reverencia absoluta. Todavía esquivo y alérgico a las comparecencias públicas, Malick no es ya sin embargo aquel inalcanzable Dios de antaño, aunque él parezca justamente convencido de lo contrario.

    En el pasado Festival de Cannes, sorprendió, para mal, presentando a concurso una hagiografía en toda regla, como aquellas vidas ejemplares que tocaba leer antes de la Primera Comunión, y que nos sumían en un contradictorio tedio: por un lado, había una historia a la que agarrarse, como sucede en Vida oculta –su película más narrativa, en un sentido clásico, desde la fundacional Malas tierras–, pero por el otro esta resultaba demasiado tediosa, pomposa y poco interesante, al menos que uno estuviera pensando realmente en hacer carrera como sacerdote (digo sacerdote, y pienso en el Javier Bardem de To the Wonder). Y es lo que sucede también con Vida oculta, que narra, a lo largo de 174 minutos, la vida de Franz Jägerstätter, un temerario, hasta lo irritante, objetor de conciencia, que se empeñó a decirles que no, una y otra vez, a los mismísimos nazis, que él no levantaba el brazo. No haremos spoiler, pero el final de la historia no es ningún misterio.

    La película arranca con un retrato de la felicidad alpina de Franz y su familia, que viven rodeados de paisajes apabullantes, con la grandiosidad que se puede esperar de Malick, pero sin la gracia (divina) de antaño. Emmanuel Lubezki, el director de fotografía que le acompañaba desde la magnífica El nuevo mundo (2005) ya no forma parte del equipo, y ha sido reemplazado por Jörg Widmer, colaborador que hasta la fecha ejercía de operador de cámara, y que ahora demuestra tener una sensibilidad más próxima al salvapantalla, de esos que vienen de serie y que al abrir el portátil nos precipitan en un mundo literalmente increíble. Estéticamente cargante, a pesar de su maestría, y narrativamente previsible, pues simplemente despliega progresivamente la testaruda resistencia de Franz, Vida oculta suma además esa cosa tan exasperante de actores que hablan en inglés como si hablaran en alemán. El marcado acento del germano August Diehl, que da vida a Franz, y de la austríaca Valerie Pachner, que interpreta a su sufrida esposa, se ostenta como prueba de autenticidad, y sólo se pasa a la lengua de Goethe cuando aparecen nazis con sus clásicas rabietas de villanos de opereta. Parece un chiste de Malditos bastardos, en la que por cierto Diehl vestía el uniforme con total convicción, pero resulta que es en serio. Todo sea porque en Estados Unidos todavía no se manejan bien con los subtítulos.

    No pecaremos de cínicos diciendo que el sacrificio de Franz Jägerstätter nos deja indiferentes, aunque nos resulten más interesantes las resistencias intelectuales de un Joachim Fest o un Victor Klemperer, que, quizás con razón por su falta de espectacularidad, no han sido llevadas al cine. Pero el valor de su sacrificio, y las preguntas filosóficas que suscita (la responsabilidad como hombre frente a la responsabilidad como padre de familia), no es suficiente para no lamentar que un director de la talla de Malick nos haya llevado a este vía crucis para completistas, en el que, si bien encontramos, aunque en menor grado, la grandeza de su estilo –ahí donde lo íntimo se fusiona con lo cósmico–, la morosa linearidad narrativa nos exige una paciencia que no acaba de verse recompensada. Se supone que tenemos que admirar el sacrificio de Franz, y lo que hacemos es lamentar el nuestro. Una decepción, que nos lleva a esperar The Last Planet, su visión de otro calvario –esta vez del mismísimo Jesucristo–, sin la fe absoluta de la que éramos fieles depositarios.

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