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    Érase una vez en... Hollywood
    Críticas
    5,0
    Obra maestra
    Érase una vez en... Hollywood

    Welcome To Tarantinoland

    por Alejandro G.Calvo

    Warning Alert: Esta crítica obedece a la copia de Érase una vez… en Hollywood exhibida, a competición oficial, en el Festival de Cannes 2019. El “warning” es porque en Cannes se rumoreaba que Quentin Tarantino pensaba remontar la película de cara a su estreno. De ser así, ya hablaremos cuando toque. Gracias.

    Lo primero que habría que decir, aunque parezca de Perogrullo, es que Érase una vez… en Hollywood, ya desde su propio título leoniano, es un homenaje visceral al cine de los años 60 y, ya no sólo a las propias películas, sino a las formas de hacer cine entonces, incluso, hacia un estilo de vida y trabajo (que sino es lo mismo, suelen ir de la mano) ya olvidado por los tiempos de los tiempos. Porque el último Tarantino se deshace en cultura pop de los años 50-60: un auténtico baño de cine, música, televisión, estilo, locomoción… que si bien viene a revisitar la Historia de Hollywood (barrio) de una forma similar a lo que hiciera con la Segunda Guerra Mundial en Malditos bastardos (2009), lo hace desde una perspectiva desde el star system más lumpen. Tarantino nos dice que, sí, las grandes películas –como la propia Érase una vez… en Hollywood- siempre serán las grandes películas, pero que nadie se olvide de los seriales de televisión de los 50 (caso de The Range Rider o Rawhide), de los eurowesterns de los 60 y 70 (se cita textualmente a Sergio Corbucci, Antonio Margheriti y a nuestro Joaquín Romero Marchent), del soul de Los Bravos y los primeros The Rolling Stones –cuando suena “Out Of Time” es uno de los momentos culmen de la cinta- y de un modo de vida donde cabían, en pocas cuadras de diferencia, las fiestas de la Mansión Playboy, la comuna hippy de Charles Manson y los cines de sesión continua. Y como siempre en Tarantino es un homenaje en forma y fondo, pues no se trata solo de anclar el relato en ese arco temporal sino de regurgitar las formas con las que el cine se manejaba entonces cruzando referencia y reverencia con su habitual escritura modernista tan cercana al mash-up como al delineado de broca de su más que reconocible y disfrutable estilo.

    Con todo, es probable que el público se entregue con extrañeza a larga hora que abre la película a modo de presentación, digamos, antropológica de personajes y escenarios. Con una voz en off que viene y va, saltos narrativos en ocasiones en paralelo y en otras convergentes, diálogos muy poco tarantinianos –persiste la verborrea, pero esta busca un tono más hipersurrealista (me acabo de inventar la palabra)- y una acción basada en la contemplación (o en la inacción) donde el disfrute fílmico se debe exclusivamente al empuje estético de la película. Vaya, yo podría haber visto cinco horas de esta introducción y vivirla como un piloto cum laude de la mejor serie de la historia y tan feliz. El retrato caleidoscópico del Hollywood del 69 sigue los pasos de un actor en horas bajas –Rick Dalton (Leonardo DiCaprio)- y su doble de cuerpo –Cliff Booth (Brad Pitt)-, encadenando rodajes y viajes a Italia a la caza del espagueti-sueño; al mismo tiempo se nos muestra la comuna-enredadera hippy de Charles Manson y el vecindario del propio Dalton en Cielo Drive, donde residían Sharon Tate (Margot Robbie) y Roman Polanski –su paso por la película es aún más fugaz que el de Steve McQueen-. Múltiples ramas para un relato que acabará convergiendo pero donde, siguiendo la máxima homérica, el viaje (aún estático) es mucho más importante que la llegada.

    Con Tarantino al final es siempre cuestión de estilo, casi, de chulería. La parte central del filme son largas secuencias en paralelo –Sharon Tate en un cine, Clif Booth coqueteando con una hippy-black-widow (Margaret Qualley), Dalton rodando una western-TV- que van del cine-dentro-del-cine al “cine dentro de la sala de cine”, del american gothik a la blow buddy movie; el relato, que lleva cociéndose noventa minutos, se asienta en múltiples direcciones, descubriéndose como una película sin centro, sin lógica aparente. La dolce vita hollywoodiense abrasa subgéneros en su retrato histórico. Claro que aquí la pluma la lleva Quentin, así que ni nada es lo que parece, ni nada será lo que parecerá ser. El hechizo es instantáneo. La película te ha cazado con trampas dentadas para cazar osos grizzly y tú ahí sonriendo como un maníaco. Preparándote para lo peor. Preparándote para lo mejor. Sin querer ya te has dado cuenta que el director de Death Proof (2007) se ha pasado tus expectativas por la bolsa escrotal y que igual que pasó la primera vez que viste Pulp Fiction (1994) y Los odiosos ocho (2016), te ha pillado con el pie cambiado, te lo ha cortado con un hacha y te ha obligado a comértelo bien frito al lanzallamas.

    En Cannes salimos todos de la sala dando tumbos, balbuceando, sin saber bien a qué aferrarnos. Había quien la odiaba. Había quien decía que era un Tarantino menor. Había quien no la había entendido. Había quien lleva su tristeza por mochila. Había quien había disfrutado en parte, o mejor dicho, por partes. Y luego estábamos los que lo habíamos pasado como si fuera una de las mejores orgías cinéfilas nunca vistas. Probablemente dicho entusiasmo madure y se asiente en un segundo revisionado pasado el huracán cannoise (algo habitual). Pero, hoy por hoy, déjenme decirles que ésta película es una absoluta obra maestra.

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