A pesar de que muchos la han criticado por alejarse del tono clásico de la franquicia, Star Trek: Discovery ha conseguido algo que pocas series logran: reinventarse temporada tras temporada sin perder su esencia. En lugar de tirar de nostalgia fácil, se lanza hacia adelante —en el tiempo y en lo narrativo— con una apuesta valiente por la acción, el suspense y una ambientación más belicosa que otras entregas de la saga. Y, al menos en mi caso, eso le sienta genial.
Una de las claves está en su ritmo. Discovery no se detiene. Va al grano. Las tramas se abren pronto, hay tensión, movimiento y una sensación constante de urgencia que recuerda más a Picard que a Voyager o Deep Space Nine. Aquí todo se vive al límite: los personajes no se esconden, se arriesgan, dudan, cometen errores… y eso les da verdad.
Claro que hay capítulos que se vienen arriba sin necesidad y momentos en los que algunos personajes secundarios quedan algo desdibujados. Pero cuando la serie conecta, lo hace con fuerza. La producción visual es una pasada, el diseño de sonido funciona muy bien y hay escenas que, si las ves en una buena pantalla, te meten de lleno en la historia sin esfuerzo.
Michael Burnham, interpretada por Sonequa Martin-Green, es el alma de la serie. Ha cambiado muchísimo desde sus inicios. Antes era difícil entenderla del todo, pero con el tiempo se ha convertido en una figura cercana, contradictoria, incluso frágil a veces, pero siempre decidida. No es perfecta, ni falta que hace. Por eso funciona.
En resumen, Discovery me ha parecido una de las propuestas más atractivas del universo Star Trek moderno. Entiendo que no sea para todos los públicos, pero precisamente ahí está su valor: se arriesga. En lugar de repetir fórmulas, se lanza a explorar. Porque, al final, eso es lo que ha sido siempre Star Trek: una invitación a ir más allá.