Las primeras películas de , entre finales de los años 80 y principios de este siglo, parecían dar a luz a un cineasta curioso, inquieto, que se movía entre géneros y registros con absoluta naturalidad. Su mirada documental, así como su sensibilidad para transformar ideas trascendentes en narrativas simples y despojadas, acabaron produciendo un puñado de películas diversas entre sí, pero a la vez dotadas de un hálito común, de una elegante distinción que las hermanaba. Tanto la descarnada Maboroshi (1995) como la insólita After Life (1998), por ejemplo, compartían una visión de la vida fatalista pero finalmente esperanzada, que se traducía en fábulas a medio camino entre una delicada sofisticación y una crudeza conceptual a veces en el límite, como demostró sobre todo Nadie sabe (2004), crónica feroz y descarnada de la soledad infantil, donde Koreeda confluía con François Truffaut en una
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