Hace cuatro años llegaba a las pantallas una película que ya estaba destinada a convertirse en fenómeno incluso antes de su estreno. La novela en la que se basaba, escrita por Stephenie Meyer había sido un auténtico bombazo dentro del mundo editorial, llegando a traspasar el nicho de la literatura juvenil para convertirse en un bestseller para público adulto. La saga Crepúsculo venía a ocupar el hueco abierto por otro serial infantil, el de Harry Potter, apostando, en este caso, abiertamente por un espíritu adolescente más ensoñador y romántico, más cursi y almibarado, que entroncaba a la perfección con los gustos estéticos de los jóvenes del momento, aislados todavía dentro de una burbuja de los problemas inminentes que pronto les rodearían y que les obligarían a tener que en aquél momento, hace cuatro años, todavía se podían entender muchas cosas, como comprobar que el triángulo amoroso todavía podía ofrecer algunas siniestras reformulaciones y ofrecer posibilidades inauditas, mientras los protagonistas de la función ofrecían un cóctel de hormonas púberes explosivo. Y es que la pulsión sexual a punto de caramelo constituía uno de los mayores logros de la primera parte de la película que consagró la saga, la dirigida por Catherine Hardwicke, la que sin duda sentaría los fundamentos de la estética "Crepúsculo", basados en la languidez de personajes y acciones, abulia existencial, un punto morboso y decadente, y un rebrote conservador a la hora de analizar las relaciones sentimentales bastante reaccionario. Sin embargo, la fórmula inicial funcionó y, a pesar de que le siguieron dos partes intermedias poco estimulantes (especialmente la insufrible Luna nueva, quizás la peor de toda la saga, por lenta y aburrida), la cosa volvió a animarse en la siguiente entrega, Amanecer. Parte 1, en la que Bella y Edward terminaban culminando su amor (eso sí, primero pasando por la vicaría) y en la que por fin finalizaban las digresiones narrativas y un conato de historia tomaba el pulso del relato. La incorporación del director Bill Condon le sentó bien a la saga y la película adquirió velocidad, precisión y algo parecido a la madurez. Era también la entrega más oscura, con ese embarazo agónico de Bella que la conducía finalmente a la muerte, y también la que exploraba mejor el personaje de Jacob (Taylor Lautner), dándole una consistencia de la que hasta el momento había carecido.
La segunda parte de Amanecer comienza en el momento en el que Bella abre los ojos y descubre una nueva realidad a su alrededor. Si el film anterior supuso la pérdida de su inocencia y su entrada en la edad adulta, ahora la protagonista ha de adentrarse en un territorio mucho más desconocido, el de la sed de sangre, al que debe adaptarse en un tiempo récord. En un tiempo récord tanto para ella como para el espectador, porque Amanecer. Parte 2 comienza de una manera demasiado abrupta y enarbolada, sin apenas tiempo para apreciar el cambio de naturaleza del personaje protagonista, así como sus recién adquiridas necesidades internas. "Yo nací para ser vampiro", sentencia Kristen Stewart en un momento de la película, y así parece zanjarse la cuestión. Después de la aceleración inicial, la cosa continúa por unos derroteros un tanto difusos: una escena de sexo (quizás más atrevida de lo acostumbrado, poco), demostraciones de las nuevas habilidades (Bella rompiendo piedras a puñetazos y ganando pulsos a tipos mazas), bromas sin gracia, insinuaciones picantonas... hasta que poco a poco va centrándose en territorios algo más pausados, sobre todo al intentar encarnar en cada fotograma una imagen de familia total e íntegra capaz de reír en los momentos buenos, pero también de sacrificarse en los malos. Ese es el espíritu al que conduce todo este capítulo final: ya no se trata de personajes independientes, de conflictos internos; ahora la unión hace la fuerza. Por eso, para solucionar el conflicto con los cansinos Vulturis, los Cullen acudirán a pedir ayuda a todas las tribus vampiro del planeta, convocando a un inesperado plantel multiétnico en la pantalla conformado por vampiros indios, indígenas, africanos, irlandeses o rusos (los más beligerantes, ¿por qué será?) para luchar contra un objetivo común: la represión y el ejercicio del poder abusivo de los Vulturi. Quizás la novedad más llamativa de esta última parte es que los vampiros no solo son inmortales, sino que cada uno tiene un don especial (hasta el momento solo conocíamos el de Alice y su capacidad premonitoria, que volverá a utilizarse en esta ocasión en el mejor giro narrativo de toda la saga), una habilidad que de pronto no solo los convierte en chupasangres (aunque jamás les veamos los colmillos), sino también en una especie de patrulla X-Men, con miembros capaces de emitir electricidad, de formar escudos protectores o de controlar los elementos... A pesar de lo peregrino del asunto, lo cierto es que estas destrezas consiguen amenizar